—¿Cómo estás para el examen de mañana, Sara?
Me preguntó Amanda, mi mejor amiga, con una mezcla de preocupación y afecto en sus ojos oscuros.
Suspiré mientras me inclinaba en la banca de la universidad, estirando los brazos cansados por el estudio interminable. Sentía que mi cerebro era una masa pegajosa, saturado de apuntes y fórmulas que se mezclaban entre sí.
—Bueno...
Dije, soltando una risa cansada.
—Podría estar mejor, pero tranquila, estaré bien.
Amanda me abrazó con fuerza, su perfume suave a vainilla envolviéndome. Sentí su calidez atravesar mi piel, infundiéndome una extraña calma, como si, por unos breves segundos, todo el estrés del examen desapareciera.
—Más te vale, porque ya te vi a punto de colapsar al menos tres veces esta semana. Avísame cuando llegues a casa, ¿vale?
Le devolví el abrazo con una sonrisa, agradecida por su apoyo incondicional. Amanda siempre sabía cómo hacerme sentir mejor, incluso en los peores momentos. Después de despedirnos, caminé hacia mi coche, el sol del atardecer coloreando el cielo con tonos anaranjados y rosados, contrastando con la neblina de cansancio que nublaba mi mente.
Me subí al coche, encendí el motor y emprendí el camino de regreso a casa. Milagrosamente, no me dormí durante los veinte minutos que duraba el trayecto. Cuando llegué, el familiar aroma de la cocina de mi madre me recibió antes de que siquiera cruzara la puerta. El olor de las especias flotaba en el aire, prometiendo una cena deliciosa.
—Oh, cariño, por fin llegas. Ya iba a comer sin ti.
Me saludó con una sonrisa burlona mientras removía una sartén al fuego.
—Lo siento, mamá. Hoy la facultad de medicina fue... una tortura.
—Siempre lo es.
Respondió ella con una leve sonrisa, sirviendo la comida.
—Vamos, es tarde, y necesitas descansar.
No podía negar que tenía razón. Eran más de las una de la madrugada. Las horas se habían desvanecido entre prácticas y tareas extras que nos dejaron de último momento. Me senté frente a ella, agradecida por la carne jugosa que había preparado. Cada bocado me devolvía un poco de energía, pero el agotamiento mental era profundo, como una niebla espesa que no podía disipar.
Tras la cena, mi madre se retiró a su habitación, mientras yo me dirigía a la ducha. El agua caliente era lo único que podía aliviar un poco la tensión en mis hombros y despejar mi mente. Cuando terminé, me puse el pijama más cómodo que encontré y me encerré en mi habitación para lo que prometía ser una larga noche de estudio.
Me senté frente a la computadora, con la libreta a un lado, apuntando lo esencial para el examen. Cada palabra que escribía me parecía pesada, como si cada letra drenara lo poco que me quedaba de energía. El silencio de la noche era absoluto, roto solo por el murmullo de mi respiración y el zumbido de la computadora.
—Vamos, Sara, concéntrate.
Me dije a mí misma mientras pasaba una mano por mi cabello, exasperada por mi lentitud.
De repente, un ruido leve llegó a mis oídos, proveniente de la ventana. Me detuve, tensando los hombros. Miré de reojo hacia la ventana entreabierta, pero no vi nada más allá del reflejo de las luces de la calle.
Volví a concentrarme en la pantalla, forzándome a ignorarlo.
—Sara...
Una voz suave, apenas un susurro, resonó en la habitación. Me congelé. El susurro parecía venir de todas partes y de ningún lugar a la vez, envolviendo el espacio como una brisa fría.
—Debo estar perdiendo la cabeza...
Murmuré, frotándome las sienes. El cansancio me estaba jugando malas pasadas, seguramente.
Pero la voz no desapareció.
—Sara... ven...
El susurro era insistente, como un eco atrapado entre las paredes. Me levanté de golpe, incapaz de ignorarlo más. Miré alrededor, buscando algún indicio de lo que podría estar causando el sonido, pero la habitación estaba vacía. Todo estaba en su lugar. Todo... excepto esa sensación de que algo, o alguien, me estaba observando.
—¡No, nombres!
Grité, intentando quitarle importancia a la situación.
—No voy a caer en trucos de película de terror barata. Yo me vi la llorona.
Me acerqué a la ventana y la cerré con un golpe seco, convencida de que el ruido se debía a una corriente de aire. Pero, en cuanto me giré para regresar a mi escritorio, la voz volvió a resonar, esta vez con más fuerza, llenando la habitación como una melodía que se extendía por el aire, cálida y envolvente.
—Sara... ven...
El tono era dulce, casi hipnotizante. Mi corazón empezó a latir con fuerza en mi pecho, no de miedo, sino de una extraña anticipación. Sin poder controlar del todo mis movimientos, me acerqué a la ventana y la abrí de nuevo. Afuera, la brisa era suave, pero lo que captó mi atención fue una pequeña esfera de luz dorada, flotando a pocos metros de distancia, justo a la altura de mi ventana.
—¿Qué... eres tú...?
Pregunté, sin esperar una respuesta.
La esfera brillaba con una intensidad que nunca antes había visto. Emitía una calidez que me atraía de una manera que no podía explicar. Lentamente, como si no pudiera resistirme, trepé por la ventana y salté al suelo. Apenas mis pies tocaron el césped, la esfera comenzó a moverse, alejándose lentamente.
No podía evitar seguirla.
Cada paso que daba tras la esfera hacía que mi mente se despejara un poco más, pero también me alejaba de cualquier sensación de lógica o razón. Los árboles y casas pasaban borrosos a mi alrededor, mientras la esfera me guiaba, susurrando mi nombre con una voz casi maternal. Me adentré en un bosque que no recordaba haber visto antes. Las ramas se entrelazaban sobre mi cabeza, formando una especie de túnel natural.
Cuando la esfera se detuvo, me encontraba en el corazón del bosque, rodeada de árboles altos y flores luminosas que nunca había visto en mi vida. El lugar era tan hermoso como desconcertante, y el aire olía a tierra húmeda y frescas hojas. Todo se sentía irreal, como si estuviera caminando dentro de un sueño.
Editado: 23.12.2024