En la sala común de Slytherin reinaba el silencio. Un domingo a las siete de la mañana la verdosa luz que entraba por las ventanas le daba un aura difícil de explicar, a menos que lo estuvieras viendo, para él sería fácil explicarlo.
Llevaba despierto horas, no estaba muy seguro de haber logrado dormir algo la noche del sábado y cuando dieron las cinco de la mañana, dejó de dar vueltas en la cama, pateó sus enredadas sábanas y se recostó en el sillón de la sala común, esperando.
Habían pasado cuatro meses desde que Draco había besado a Potter y paradójicamente, sus problemas habían aumentado. Miró su reloj con pesadez, eran las siete pasadas. Lo iba a matar, pero se lo debía. Debían.
Bajó por las escaleras hasta una puerta que tenía marcada un rayo en medio. Puso los ojos en blanco al recordar la dichosa riña que sostuvieron ese par solo porque Harry quería que el cuarto del Slytherin fuera más Gryffindor, Draco harto de escucharlo había puesto aquella marca, claro que a Potter le causó poca gracia aquello y al otro día en la mañana Draco tuvo que salir corriendo cuando todos se despertaron y dieron con una sala común cegadoramente roja.
Si el colegio había sufrido a causa de su enemistad muchos coincidían en que lo que les esperaba ahora que estaban juntos era inaudito. Draco había comentado distraídamente que le encantaban las tormentas de nieve y a saber cómo, Potter y compañía lograron que nevara en cada pasillo que Draco pisó por un día entero. Filch casi se suicida ante la perspectiva de tener tanta nieve para limpiar y McGonagall, que había demostrado ser una romántica incurable, ni siquiera se molestó en castigarlo. Solo tuvieron que hacer que parase.
Si la cosa hubiera sido solo eso, hasta podría no preocuparse, pero cuando Draco empezó el mismo juego no quedó un alumno que no se arrepintiera de haber deseado que esos dos parasen de pelear.
Una mañana, Harry dejó caer que era fanático del chocolate. Él había pensado que nada podía ser peor que la nieve, hasta que pasó un día entero comiendo chocolates. Draco había convencido a los elfos de Hogwarts que sólo sirvieran distintas piezas de chocolate. McGonagall ya no tan encantada, pero todavía fácil de convencer, solo amonestó verbalmente a los elfos para que nunca más volvieran a dejar que un estudiante decidiera el menú.
Ese recuerdo le trajo a la mente la cuantiosa cantidad de gemidos que se deslizaron por la puerta que ahora estaba por golpear, no quedaba un Slytherin que no pudiera atestiguar que Potter, podía ser muchas cosas, pero, sobre todo, era agradecido.
Junto aire con fuerza y tocó la puerta. Solo le restaba esperar que respondiera Draco, si Potter abría la puerta más le valía correr, si las muestras de afecto eran una pasada, los ataques de celos eran una calamidad.
Tanto Potter como Draco demostraron que una Dragón hembra con sus huevos era una principiante en lo referente al celo con que cuidaban lo suyo. Draco había convertido a casi todo el alumnado en algún animal u objeto en esos meses, todo aquel que mirara a Harry con algo más que simple amistad sufrió una transformación.
El miedo que todo el mundo le tenía a Harry lo salvó de expulsión tras expulsión. Al principio, Potter se paseaba por el colegio fingiéndose muy maduro para ese comportamiento, hasta que llegó el día en que un pobre, pobre chico de séptimo dijo en voz alta que Draco le parecía candente y que Potter era un frío estirado. Fue imposible encontrarlos despegados durante semanas. Draco tenía tantos maratones en el cuello que si no fuera porque escuchaba sus fuertes gemidos cada noche se habría preocupado. Potter lo perseguía por todos lados y de improviso lo agarraba de la túnica y lo arrastraba contra la pared más cercana y lo besaba con tales ansias que incluso a él lo excitaba. Era terriblemente incómodo para todo aquel que los viera; podrías estar hablando con Draco en el comedor en medio del almuerzo y un Potter distraído se sentaba a su lado le sonreía de lado y automáticamente empezaba a devorarlo. McGonagall amenazó con sancionarlos cuando una tarde Draco, por lo visto, motivado por tantos besos calientes, se dejó llevar y empezó a desvestir a Potter en la biblioteca. Hubiera sido divertido si no fuera porque los gemidos de Draco lo mantuvieron despierto hasta quién sabe qué hora esa misma noche.
Sabía de sobra que el único motivo por el que tenía que soportar esas secciones escandalosas era por el beso que le había dado a Draco. Potter pensaba grabar a fuego en su mente como lograba darle tanto placer a Draco que era más que capaz de dejarlo afónico de una noche a otra. Tragó pesadamente y golpeó.
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Cerró los locos con fuerza cuando escuchó la puerta. Joder, era muy temprano para que nadie, que no tuviera anteojos, intentara despertarlo. Otro golpe. Abrió los ojos y miró con odio la puerta. El cálido brazo que le rodeaba el abdomen lo apretó más contra su respectivo torso y una pierna se deslizó sobre las suyas. Sonrió divertido, incluso dormido era un cabrón dominante. Mala suerte para él que no fuera una estúpida damisela. Se removió despacio sin querer despertarlo y se sentó algo adolorido en la cama.
Iban a tener que hacer algo para esos dolores, le estaban sacando de quicio. Tener que trepar la cojonuda torre de Gryffindor para raptar a su novio era una idiotez, si a eso le sumaba que su idiota novio exigía que lo fuera a buscar cuando lo único que quería era un rápido revolcón en su propia cama... Gruñó al escuchar la puerta otra vez.
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Editado: 05.02.2021