Capítulo 1: Café y Sombras
El ruido del molinillo de café retumbaba en mis oídos como una alarma lejana mientras me esforzaba por mantener los ojos abiertos. Otra jornada de turnos dobles, otra mañana que me había arrancado de los brazos del sueño sin ningún tipo de consideración. La cafetería estaba en su punto más bullicioso, con clientes impacientes por su dosis de cafeína matutina, y yo me sentía atrapada en esa rutina agobiante. No podía dejar de preguntarme, por milésima vez, cuánto más podría soportarlo.
—¡Marta, un capuchino y un americano para la mesa tres! —gritó uno de mis compañeros, pero apenas lo escuché por encima de la cacofonía.
“Marta.” Un nombre falso para proteger la poca privacidad que me quedaba. Ese nombre era mi escudo, mi barrera, la manera de dejar una parte de mí fuera de este mundo, de no perderme del todo en esta lucha constante. Era Marta en la cafetería, pero en el escenario, bajo las luces y con la música ensordecedora, era otra persona. Una persona sin nombre, sin pasado, sin futuro.
Me aferré al mostrador mientras servía una taza humeante, notando el temblor en mis manos. Mis músculos pedían descanso, mis pies dolían y mi cabeza latía con fuerza por falta de sueño. A veces sentía que mis fuerzas me abandonaban, pero no podía permitirme ese lujo. Yo no era débil, nunca lo había sido. Si no me rendía era porque la vida no me había dado el privilegio de hacerlo. La deuda de mi hermana era mi cruz; cada noche en el club, cada desvelo y cada sacrificio era una carga que cargaba por ella. Porque, a pesar de todo, era mi hermana, y si yo no la ayudaba, nadie lo haría.
Eran pasadas las tres de la tarde cuando el flujo de clientes comenzó a reducirse, y pude respirar con un poco más de calma. Aunque “calma” no era exactamente la palabra. El peso de la noche que se acercaba me oprimía el pecho. Mi mente viajaba, anticipando lo que me esperaba en el club: el maquillaje espeso, las luces cegadoras, las miradas hambrientas. En el escenario, me transformaba en alguien distinta, alguien a quien los hombres observaban con deseo o admiración, y yo simplemente bailaba. A veces sentía que se me había olvidado cómo ser yo misma sin aquel espectáculo. Pero cada giro, cada movimiento en el escenario, era una liberación momentánea, una forma de liberar las emociones que enterraba profundamente.
Esa noche no sería diferente.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por una voz profunda y demandante.
—Disculpa, ¿cuánto falta para mi café? —un hombre en traje gris oscuro me miraba con impaciencia, su reloj de pulsera brillando con un lujo casi insultante.
No pude evitar sonreír, cansada pero divertida ante su impaciencia. Parecía uno de esos tipos que viven rodeados de lujos, personas que nunca habían tenido que trabajar hasta el agotamiento solo para pagar una deuda que no era suya. Asentí con una sonrisa de “todo estará listo en un minuto”, pero en el fondo, me irritaba su actitud, esa expresión de superioridad que no encajaba en mi mundo.
Le entregué el café con una sonrisa que intenté hacer lo menos amarga posible. Sus ojos se detuvieron en los míos por un segundo, como si se sorprendiera de ver a alguien que no se intimidaba por su presencia. Fue un instante, una chispa de reconocimiento, pero la deseché rápidamente. Él se giró y salió con su café, sin mirarme de nuevo, y yo volví a mi rutina, guardando aquella pequeña interacción en algún rincón olvidado de mi mente.
Al caer la tarde, cambié el delantal por mi ropa habitual y me dirigí hacia el club. En el camerino, frente al espejo, observé mi propio reflejo. Mi rostro parecía más cansado que nunca, las ojeras eran evidentes a pesar del maquillaje que trataba de cubrirlas. Me tomé un momento para cerrar los ojos, respirando profundamente, intentando dejar atrás a la Marta agotada y asumir mi papel en el escenario. Porque esta noche era importante, como todas las noches; cada paso de baile era un paso más hacia la libertad, un paso más hacia la posibilidad de saldar esa deuda y dejar de sentir la constante amenaza de aquellos hombres que acechaban a mi hermana.
Cuando finalmente salí al escenario, las luces me envolvieron, y el sonido de la música llenó mis sentidos. Me dejé llevar, como siempre lo hacía, olvidando el mundo exterior, olvidando las preocupaciones, el cansancio y la deuda que me perseguía como una sombra. En el escenario, era libre, era fuerte, y, por unos minutos, nada ni nadie podía alcanzarme.
Editado: 16.11.2024