La obsesión del millonario

Capitulo 6

Capítulo 6: Bajo la piel del misterio

No dormí.
No pude.

Cada vez que cerraba los ojos, su rostro aparecía. Meredith, con esa sonrisa cansada que apenas asomaba cuando servía un café, y Afrodita, con esa mirada salvaje que incendiaba el escenario.
La misma mujer.
Dos mundos.
Dos versiones imposibles de encajar.

Desde que la vi bailar, nada volvió a ser igual.

Había visto mujeres hermosas toda mi vida: modelos, actrices, socialités… todas distintas y, al mismo tiempo, iguales en su vacío. Pero ella… ella tenía algo diferente. Algo que se metía bajo la piel y no te soltaba. Había dulzura y fuego, vulnerabilidad y orgullo, una contradicción viva que me obsesionaba más de lo que me atrevía a admitir.

Intenté distraerme con trabajo, con reuniones, con firmas, pero cada conversación terminaba desdibujándose detrás de su imagen. Cuando un cliente me hablaba, yo solo veía su rostro cansado, sus manos temblorosas mientras servía una taza de café. Y luego, en mi mente, esa misma mujer bajo luces de neón, moviéndose como si el mundo no existiera, como si la libertad tuviera forma de cuerpo y música.

Había algo roto en ella. Lo supe desde el primer momento. Y tal vez eso era lo que me atraía tanto: las grietas, no la perfección.

—Señor Leonardo, el investigador está esperando en la oficina —anunció Clara, mi asistente, con su tono impecable.

Asentí, ajustándome el reloj. Desde hacía dos días había tomado una decisión que ni yo mismo comprendía del todo: averiguar quién era Meredith. No por curiosidad, me repetía. No por capricho. Sino porque algo en ella no encajaba, algo me hacía sentir que detrás de esa sonrisa amable se escondía una historia demasiado grande para ignorarla.

El hombre esperaba sentado frente a mi escritorio. Era de mediana edad, traje gastado, rostro de pocos gestos. Se levantó apenas me vio entrar.

—Señor Leonardo. Me llamo Dante Serra —dijo, tendiéndome la mano.

—Siéntese —respondí, con un leve movimiento. Tomé asiento frente a él, observándolo con atención—. Necesito información sobre alguien. Su nombre es Meredith. Trabaja en una cafetería en el centro, y por la noche... —hice una pausa, evitando decirlo en voz alta—, por la noche baila en el club “Eclipse”, bajo el nombre de Afrodita.

El hombre tomó una pequeña libreta y comenzó a escribir.

—¿Apellido?

Negué con la cabeza. —No lo sé.

—¿Dirección, algún número, vehículo...?

—Nada. Solo... su rostro —respondí, casi en un susurro.

El investigador me observó con una mezcla de curiosidad y profesionalismo.
—Haré lo posible, señor. Pero si usa un nombre falso en el club, y solo un nombre de pila en la cafetería, no será sencillo.

—No me importa cuánto cueste —dije, con más frialdad de la que sentí.

Él asintió y se marchó, dejando tras de sí un silencio incómodo.

Pasaron tres días.
Tres días que se sintieron como una eternidad.

En el día, mi mente estaba en el trabajo; en la noche, mis pensamientos viajaban al club. Intenté no volver, intenté convencerme de que no necesitaba verla otra vez… pero fallé.
Volví.

Esa noche Afrodita estaba en el escenario.
Y fue peor.

Cada movimiento suyo parecía hecho para torturarme. No era solo deseo; era algo más profundo, más inquietante. Había tristeza en su danza, una historia contada con el cuerpo. Y yo, como un idiota, no podía apartar la vista.

Cuando la música terminó, los aplausos llenaron el lugar. Yo permanecí inmóvil, sintiendo una presión en el pecho que no sabía nombrar. Era obsesión, lo sabía. Pero también había compasión, curiosidad, fascinación. Todo mezclado en una tormenta silenciosa.

El investigador volvió al tercer día.
Su rostro era serio.

—Señor Leonardo… lo intenté. Revisé registros, hablé con empleados, incluso visité el club —dijo, sentándose frente a mí—. Pero no hay nada. Ningún rastro.

Fruncí el ceño. —¿Cómo que nada?

—No hay registros de una Meredith que trabaje en la cafetería. El dueño dice que todos la conocen así, pero su nombre no figura en la nómina. En cuanto al club… Afrodita tampoco existe en los archivos. Los pagos son en efectivo, sin contratos. No hay documentos, ni dirección, ni referencias.

Me incliné hacia adelante. —¿Y nadie sabe de dónde vino?

—Solo rumores. Algunos dicen que apareció hace un año, buscando trabajo. Vive en algún lugar fuera del centro, pero nadie sabe dónde. No tiene redes sociales, no tiene antecedentes, ni siquiera una cuenta bancaria a su nombre. Es como si… no existiera antes de llegar aquí.

“Como si no existiera…”
Las palabras resonaron en mi cabeza.

El investigador me observó con cautela.
—Señor, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Adelante.

—¿Por qué tanto interés en ella?

Lo miré fijo, sin responder. Porque ni yo sabía explicarlo.
Él asintió, comprendiendo el silencio, y se levantó.

Cuando se marchó, quedé solo con mis pensamientos.

Esa noche, la ciudad parecía distinta. El cielo estaba cubierto de nubes y la lluvia caía fina, casi invisible, como si quisiera borrar las huellas del día.
Conduje sin rumbo, hasta que sin pensarlo me encontré frente a la cafetería. Cerrada. Las luces apagadas. Pero, unos metros más adelante, la vi.

Meredith caminaba bajo la lluvia, sin paraguas, con el cabello pegado al rostro.
No sé qué me impulsó a bajar del coche. Quizás fue el instinto, o esa voz interna que me decía que no podía dejarla desaparecer otra vez.

—¡Meredith! —llamé, mi voz rompiendo el sonido de la lluvia.

Ella se detuvo, giró lentamente. Por un segundo, la sorpresa cruzó su rostro… luego lo ocultó bajo una expresión neutra.

—¿Leonardo? —dijo, como si no esperara volver a verme.

Me acerqué unos pasos. —¿No deberías estar en casa? Está lloviendo.

—Caminar bajo la lluvia me calma —respondió con una sonrisa suave, casi triste.




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