La obsesión del millonario

Capitulo 7

Capítulo 7: Promesas bajo la lluvia

No sentía los pies.
La noche había sido larga, más de lo normal.
Las luces del club todavía parpadeaban cuando salí por la puerta trasera, con el abrigo húmedo pegado al cuerpo y el maquillaje corrido por el sudor y la lluvia. El aire olía a tabaco, a alcohol viejo y a promesas vacías.
Ese lugar devoraba el alma poco a poco, pero al menos pagaba las cuentas… o una parte de ellas.

Había aprendido a no mirar atrás, a no pensar en lo que dejaba cuando terminaba de bailar.
Solo tenía que llegar a casa, dormir unas horas, levantarme temprano y abrir la cafetería.
Rutina.
Esa palabra era mi escudo.
Hasta que lo vi.

Apoyado en su coche negro, bajo la lluvia fina, con las manos en los bolsillos del abrigo y la mirada fija en la puerta.
Leonardo De Luca.

Mi cuerpo se tensó de inmediato.
No podía ser casualidad.
Otra vez esa presencia, esa mirada que parecía buscar debajo de mi piel lo que ni yo misma entendía.

—¿Me estás siguiendo? —fue lo primero que dije, sin siquiera saludarlo.

Él levantó la vista, imperturbable.
—Te estaba esperando.

—Eso suena peor —respondí, cruzándome de brazos, intentando sonar más firme de lo que me sentía.

Leonardo dio un paso hacia mí, despacio, como si temiera que fuera a salir corriendo.
La lluvia caía entre nosotros, creando una cortina gris que hacía su figura parecer casi irreal.

—No deberías caminar sola a estas horas —dijo con calma, su voz grave y baja, como si hablara para convencerme de algo que no estaba dispuesto a negociar.

—¿Y qué? ¿Vas a asignarme un guardaespaldas? —me burlé, aunque por dentro mi corazón latía tan fuerte que podía sentirlo en los oídos—. No necesito que nadie me salve.

Él me observó, con esa serenidad inquietante que me sacaba de quicio.
—No dije que necesitabas que te salvara. Dije que no mereces andar sola en la oscuridad.

Sus palabras me descolocaron. Por un instante, me pareció escuchar preocupación genuina en su voz. Pero no podía creerle. No después de todo lo que había aprendido sobre los hombres que prometen protegerte mientras preparan la próxima forma de controlarte.

Suspiré, buscando mis llaves en el bolso.
—Si estás aquí para seguir con tu pequeña obsesión, ahórrate el esfuerzo. Ya tuve suficiente por hoy.

—Meredith —dijo, y esa sola palabra me detuvo.

Era la forma en que la pronunciaba. Su voz hacía que mi nombre sonara distinto, más real, más mío… y odiaba eso.
Odiaba que tuviera ese poder sobre mí.

—Solo quiero ayudarte —continuó, acercándose un poco más—. No tienes que seguir agotándote. Puedo ofrecerte algo mejor.

Levanté la cabeza, empapada por la lluvia.
—¿Ayudarme? —reí, pero mi risa sonó vacía—. ¿Y qué sabes tú de mí, Leonardo? ¿Qué sabes de las razones por las que hago lo que hago?

—Sé que estás cansada —dijo, sin apartar la mirada—. Que tus ojos no deberían tener tanta tristeza. Y que mereces más que sobrevivir entre café y sombras.

Por un segundo, quise creerle.
Solo un segundo.
Pero la realidad se impuso, cruel como siempre.

—No necesito tus promesas —dije, dando un paso atrás—. No confío en los hombres que dicen querer ayudar. Ya tuve suficientes.

Su mandíbula se tensó, y pude notar la frustración detrás de su calma habitual.
—No soy “esos hombres”.

—Todos dicen lo mismo.
Y todos terminan rompiendo lo que tocan.

El silencio se volvió pesado. Solo se escuchaba la lluvia golpeando el suelo y el ruido lejano del tráfico.
Él me miraba como si quisiera descifrar un idioma que no comprendía.

—Escúchame —dijo finalmente, con voz más suave—. No se trata de compasión.
Podría… ofrecerte algo más estable. Trabajo en una de mis empresas. O puedo invertir en la cafetería. Lo que necesites para no tener que volver aquí.

Esa palabra —“inversión”— me perforó la mente.
Por un instante, imaginé la cafetería arreglada, las cuentas al día, sin tener que esconderme cada noche en aquel club para pagar la deuda que alguien dejó y que ahora me perseguía.
Pero esa imagen se desvaneció tan rápido como llegó.
No podía.
No debía.

Lo miré a los ojos, empapada, temblando entre el miedo y la rabia.
—No sabes lo que dices.

—Sí lo sé. Te ofrezco una salida.

—No existe tal cosa —le corté, con la voz quebrada—. No para gente como yo.

Él frunció el ceño. —¿Qué quieres decir?

—Nada que te importe —susurré, intentando pasar a su lado.
Pero él extendió la mano y la colocó suavemente sobre mi brazo. No fue una caricia; fue un ancla.

El contacto me hizo temblar. No por miedo, sino por algo peor.
Por la sensación de que mi cuerpo lo reconocía antes que mi mente.

—Meredith… —su voz sonó diferente, casi dolida—. Si estás en algún problema, puedo ayudarte.

Quise reír, pero las lágrimas me ardían detrás de los ojos.
—No puedes ayudarme, Leonardo. Nadie puede.

Me solté con un movimiento rápido, sin mirarlo.
Caminé hacia la calle, pero él me siguió.

—¿Por qué insistes en hacer esto sola? —preguntó, alzando la voz por primera vez.

—Porque cada vez que confié en alguien, terminé peor —le grité, girándome hacia él—. No necesito tus promesas vacías. No necesito que me salves.

Sus ojos se oscurecieron, pero no dijo nada.
Solo me observó, respirando con dificultad, como si se contuviera para no decir algo que arruinaría todo.

Di unos pasos atrás, mi voz temblando.
—Solo déjame en paz, ¿sí? Antes de que te arrepientas de haberme conocido.

Me di la vuelta y caminé rápido, pero pude sentir su mirada detrás de mí hasta que doblé la esquina.
Aun así, el eco de sus palabras siguió persiguiéndome toda la noche.

Dormí mal.
Las cuentas me esperaban sobre la mesa cuando amaneció: alquiler, luz, la deuda del proveedor, la lista eterna.
Mi hermana seguía desaparecida, moviéndose en algún lugar que yo no podía alcanzar, y esa incertidumbre me devoraba.
Tomé mi abrigo y salí rumbo a la cafetería.
El cielo estaba gris, y mis pensamientos también.




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