La obsesión del millonario

Capitulo 8

Capítulo 8: Lo que se oculta bajo la piel

La campana de la puerta sonó con ese tintineo débil que siempre me recordaba a los días en que todo era más simple.
Antes de que la vida se convirtiera en una cadena de deudas, secretos y silencios.

Leonardo seguía ahí, sentado en la mesa del fondo, con el abrigo oscuro perfectamente colocado y una carpeta sobre la mesa. Parecía fuera de lugar en mi pequeña cafetería, demasiado pulcro, demasiado contenido, como si el caos no pudiera tocarlo.

Yo, en cambio, tenía las manos temblorosas por el cansancio y los pensamientos atascados en el eco de la noche anterior.

—¿Qué quieres, Leonardo? —pregunté al fin, intentando mantener la voz firme mientras limpiaba una mesa.

Él me miró con esa calma inquietante que lo caracterizaba.
—Cumplir mi promesa. Te dije que solo serían cinco minutos.

—Ya van tres —respondí, evitando su mirada.

Él sonrió apenas, como si le divirtiera mi defensa.
—Entonces iré al punto —dijo, abriendo la carpeta frente a él—. He hecho algunas averiguaciones sobre ti, Meredith.

Mi corazón se detuvo por un segundo.
Esa frase… esa maldita frase.

—¿Qué dijiste? —pregunté, helándome por dentro.

—Tranquila —agregó, levantando las manos en un gesto de paz—. No para hacerte daño. Solo necesitaba entender por qué alguien como tú trabaja cada noche en un lugar como ese.

Solté el trapo, respirando con dificultad.
—No tienes derecho a hurgar en mi vida.

—Tal vez no —respondió con serenidad—. Pero no puedo quedarme mirando cómo te destruyes.

—No me conoces.

—Estoy intentando hacerlo —replicó él, mirándome directo a los ojos.

Y en ese instante sentí la punzada del miedo real. No porque fuera peligroso, sino porque parecía ver lo que yo llevaba meses intentando esconder: mi desesperación.

Caminé hasta el mostrador y me serví un café que sabía a ceniza.
—No necesito tu lástima.

—No es lástima —dijo en voz baja—. Es preocupación.

Solté una risa amarga.
—Esa palabra suena bonita en tu boca, pero no sabes lo que significa tener miedo todos los días. No sabes lo que es mirar el teléfono y temer una llamada. No sabes lo que es bailar porque si no lo haces alguien muere.

Sus cejas se fruncieron con sorpresa.
—¿Alguien muere?

Me quedé en silencio.
Lo había dicho sin pensarlo.
La frase me había escapado, como un secreto que ya no soportaba cargar.

—Olvídalo —murmuré, apartando la mirada.

Leonardo se levantó lentamente, rodeando la mesa. Su presencia llenaba el lugar, densa y eléctrica.
—Meredith, ¿de qué estás hablando?

Negué con la cabeza, sintiendo cómo la garganta se me cerraba.
—Nada. Fue una forma de hablar.

—No me mientas.

—¡No te estoy mintiendo! —grité, aunque mi voz se quebró al final.

Él se detuvo frente al mostrador, apoyando las manos en la madera.
—Anoche dijiste que había una deuda. Ahora mencionas que alguien podría morir. ¿A quién intentas proteger?

Me temblaron las manos. La taza se me cayó, rompiéndose en el suelo.
El ruido me hizo estremecer.

Leonardo no se movió. Esperó.
Y entonces supe que ya no podía seguir ocultándolo.

Respiré hondo, sintiendo el peso del aire.
—Se llama Clara —susurré finalmente—. Mi hermana.

El silencio se extendió entre nosotros, espeso como humo.
Leonardo frunció el ceño.
—¿Tu hermana?

Asentí, con los ojos llenos de lágrimas.
—Desapareció hace ocho meses. Nadie sabe dónde está. Ni la policía, ni los amigos, ni siquiera yo… pero ellos sí.

—¿Ellos?

—La gente con la que se metió —dije, con la voz temblando—. Gente a la que nunca debió acercarse.

Leonardo bajó la voz.
—¿Qué tipo de gente?

—Mafiosos —respondí sin rodeos, y la palabra pareció helar el aire—. Una red dirigida por Enzo Moretti.

Leonardo se quedó quieto. Su rostro, siempre sereno, se endureció de golpe.
—Conozco ese nombre.

—Claro que lo conoces —dije con amargura—. Todo el mundo que tiene poder lo conoce. Enzo controla media ciudad, desde los clubes hasta los bancos clandestinos. Clara se involucró con él… o con alguien de su círculo. No lo sé con certeza. Solo sé que desapareció, y al día siguiente recibí una llamada.

Me llevé las manos al rostro, recordando la voz fría al otro lado del teléfono.

“Tu hermana nos debe mucho dinero. Si no pagas, la próxima será tu amiga Alison.”

Leonardo me observaba, sin decir palabra.
—¿Y por eso… bailas cada noche?

Asentí con dificultad.
—Cada maldita noche. Ellos controlan el club. Enzo lo usa como fachada. Me permiten trabajar ahí, pero todo lo que gano se va a su cuenta. Dicen que cuando salde la deuda, me dejarán en paz.

—¿Y les crees?

Lo miré con una mezcla de risa y desesperación.
—No tengo opción. Si me detengo, matarán a Alison.

—¿Quién es Alison?

—Mi mejor amiga. Trabaja conmigo en la cafetería. Clara la metió en ese mundo también, y ahora está tan atrapada como yo. Pero Enzo me dejó claro que si sigo cumpliendo, no le tocarán un solo cabello.

Leonardo apretó los puños, sus ojos se oscurecieron con algo que no había visto antes: furia.
—¿Y tú sola estás lidiando con esto?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? La policía no sirve contra esa gente. No tengo dinero, ni contactos, ni poder. Solo tengo mis noches en el club… y la esperanza de que algún día mi hermana vuelva viva.

Él bajó la cabeza, respirando profundamente.
—Ahora todo tiene sentido.

—¿Qué cosa?

—Esa mirada tuya —dijo, levantando la vista hacia mí—. La mezcla entre miedo y fuerza. Estás atrapada, pero no rota.

—No digas tonterías —susurré, limpiándome las lágrimas con la manga—. No hay nada heroico en mí.

Leonardo dio un paso más cerca.
—No, pero hay algo que no todos tienen: resistencia.

Yo lo miré, desconfiada.
—¿Qué pretendes con todo esto?




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