La obsesión del millonario

Capitulo 9

Capítulo 9: La guerra del deseo

La lluvia no había parado desde la madrugada.
Golpeaba los ventanales de la cafetería con una furia que parecía reflejar exactamente cómo me sentía por dentro.

Leonardo estaba sentado frente a mí, los codos apoyados en las rodillas, la mirada clavada en el suelo. Llevaba la camisa empapada, el cabello mojado, y aun así, mantenía esa elegancia imposible, esa calma que me exasperaba.

—Dime que fue una broma —dijo, con voz grave—. Dime que exageré, que ese hombre no te amenazó directamente.

Yo no podía mirarlo. Tenía las manos heladas y el corazón latiendo con fuerza.
—No puedo decirte eso.

Leonardo levantó la cabeza lentamente. Sus ojos, oscuros y encendidos, me buscaron como si quisieran arrancarme la verdad.
—¿Desde cuándo está pasando esto?

—Desde hace meses —murmuré—. Desde que Clara desapareció.

Él respiró hondo, intentando controlar el enojo.
—Y no me lo dijiste antes porque…

—Porque no confío en ti —dije, sin rodeos.

El silencio cayó entre nosotros, pesado, tenso.
Podía ver cómo se tensaban los músculos de su mandíbula, cómo sus dedos se cerraban en un puño.

—No confías en nadie —dijo finalmente.

—Exacto —respondí, con una sonrisa amarga—. No después de lo que he visto. No después de lo que me ha tocado hacer para sobrevivir.

Leonardo se levantó, empezó a caminar por la cafetería como una fiera enjaulada.
—No tienes por qué hacerlo sola.

—¿Ah, no? —pregunté, levantándome también—. ¿Y quién va a ayudarme? ¿Tú? ¿El millonario que viene a tomarse un café y piensa que puede resolverlo todo con dinero?

Él se detuvo y me miró con una mezcla de enojo y algo más profundo… algo que no supe descifrar.
—No sabes de lo que soy capaz, Meredith.

—Ni me interesa —dije, dándole la espalda.

—Debería interesarte —replicó, y su tono me obligó a mirarlo.

Había algo en su mirada que me desarmó.
No era soberbia, ni ira. Era una intensidad cruda, peligrosa, como si realmente estuviera dispuesto a quemar el mundo con tal de protegerme.

—No necesito que me salves, Leonardo.

—No se trata de salvarte. Se trata de no permitir que nadie más te toque.

—No entiendes —susurré—. Si te metes en esto, te van a destruir.

Él dio un paso hacia mí. Yo retrocedí instintivamente.
—Ya estoy metido —dijo con voz baja, firme—. Desde el momento en que te vi, ya lo estaba.

Mi respiración se detuvo.
—No digas eso.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero cargar con otro nombre más en mi conciencia.

Él frunció el ceño.
—¿Otro nombre?

Aparté la mirada, sintiendo cómo el peso del recuerdo me caía encima.
—Ya murió alguien por culpa de todo esto —murmuré—. No pienso dejar que tú seas el siguiente.

Leonardo dio otro paso. Ya no había distancia.
Su voz se volvió un susurro cerca de mi oído.
—No pienso alejarme.

Cerré los ojos. Podía sentir el calor de su cuerpo tan cerca del mío, el aroma de su piel, el ritmo de su respiración. Todo en mí gritaba que lo empujara, que me alejara.
Pero no lo hice.

—Leonardo… —susurré, apenas—. No puedes protegerme de esto.

—Mírame —dijo, y cuando lo hice, su mirada me atravesó—. Puedo intentarlo.

No sé quién se movió primero.
Solo sé que de pronto estábamos demasiado cerca.
Que el aire entre nosotros ardía.

Sus manos rozaron mi rostro, apenas un toque, y mi cuerpo se estremeció.
Mi mente me gritaba que me alejara, pero mi corazón —ese traidor— latía con una fuerza que no podía controlar.

Y entonces ocurrió.

El beso.

Breve. Inesperado.
Explosivo.

Fue como una chispa encendiendo algo que llevaba demasiado tiempo esperando arder.
No fue suave ni torpe; fue real, urgente, lleno de algo que ni él ni yo entendíamos del todo.

Lo aparté de golpe, jadeando, con el corazón desbocado.
—No. No puedes hacer eso.

Leonardo no dijo nada. Solo me miraba, respirando con la misma dificultad que yo.
—Tenías razón —murmuró al fin—. Esto puede costarme caro.

—Más de lo que imaginas —dije, temblando.

—Y aun así… no me importa.

—Pues debería —repliqué con dureza—. Porque Enzo no es un hombre de amenazas vacías. Si descubre que alguien se mete en mis asuntos, no se detendrá.

Leonardo se acercó de nuevo, pero esta vez lo detuve con una mano sobre su pecho.
—No te equivoques, Leonardo. No soy una historia que quieras vivir.

Él tomó mi mano, y su voz se volvió un murmullo grave.
—Ya estoy dentro de ella.

Sus palabras me atravesaron.
Quise gritarle, empujarlo, decirle que no entendía lo que estaba haciendo, que su mundo y el mío eran universos opuestos.
Pero no pude.
Porque parte de mí —una parte que odiaba reconocer— no quería que se alejara.

El sonido de un trueno hizo temblar los cristales.
Afuera, la lluvia caía con fuerza.
Por un momento, todo se redujo a eso: el ruido del agua, nuestros cuerpos tan cerca, el silencio que decía más que cualquier palabra.

—Te estás metiendo en una guerra —le dije al fin, con un hilo de voz—. Y nadie sale ileso de una guerra.

Leonardo sonrió apenas, sin humor.
—Entonces espero que valga la pena.

Me quedé mirándolo, intentando encontrar la forma de hacer que entendiera.
Pero era inútil. Leonardo De Luca no era un hombre que retrocediera.

—Te lo advierto —dije, y mis palabras fueron casi un ruego—. Si te quedas, no habrá vuelta atrás.

—Nunca me gustaron los caminos seguros —respondió él.

Y antes de que pudiera decir algo más, se marchó bajo la lluvia, sin paraguas, sin mirar atrás.

Esa noche, el club estaba lleno, como siempre.
Las luces parpadeaban, la música retumbaba, y yo bailaba con la mente en otro lugar.
Cada movimiento era automático, cada sonrisa, falsa.

No podía dejar de pensar en él.
En su mirada.
En ese beso que había encendido algo que no debía existir.




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