La obsesión del millonario

Capitulo 10

Capítulo 10

La jaula dorada
Narrado por Leonardo

El silencio del auto era insoportable.
No el silencio de la calma, sino el que viene antes de una tormenta.
Meredith no había dicho una palabra desde que aceptó venir conmigo. Aceptar… no era la palabra correcta. Fue más bien una rendición temporal, una decisión tomada desde el cansancio, no desde la confianza.

La observé por el retrovisor: su mirada fija en la lluvia que caía sobre el cristal, el cabello aún húmedo, la respiración contenida como si temiera moverse demasiado y romper algo invisible entre nosotros.

Quise decirle que estaba a salvo, pero no lo estaba ni ella ni yo.

Cuando llegamos a la casa —una propiedad en las afueras, rodeada de bosque y silencio—, bajó del coche con cautela.
Su primera reacción fue mirar alrededor, como un animal acostumbrado a vivir en peligro.
Y en cierto modo, eso era lo que era: una mujer que había aprendido a sobrevivir entre lobos.

—Aquí estarás segura —dije finalmente, abriendo la puerta principal.

Ella no respondió.
Caminó despacio por el recibidor, observando las paredes blancas, el mármol, los ventanales que dejaban entrar la luz de la luna.
Su silueta parecía diminuta en medio de ese espacio inmenso.

Me crucé de brazos, intentando mantener la compostura.
Era más fácil ser frío que sincero.
Más fácil aparentar control que admitir que, desde que la conocí, mi mundo dejó de ser un lugar ordenado.

—No me digas que piensas encerrarme aquí —murmuró finalmente, sin mirarme.

—Encerrarte no. Protegerte, sí.

Giró hacia mí con una sonrisa irónica.
—A veces no hay mucha diferencia.

Tenía razón.
La seguridad puede ser una jaula si quien la ofrece olvida dejar las puertas abiertas.

Di un paso hacia ella. —No tienes que temerme.

—No te temo —respondió, desafiante.
Pero su respiración la delataba. No era miedo… era otra cosa.

—Entonces qué sientes —pregunté, más cerca de lo prudente.

Sus labios se entreabrieron, y por un segundo pensé que iba a responder, pero solo dijo:
—Confusión.

Esa palabra me atravesó como una bala.
Confusión… lo mismo que yo sentía desde que apareció en mi vida.

—Tienes una habitación arriba —dije al fin, apartando la mirada—. La última puerta al fondo del pasillo. Está cerca de la mía. Por si pasa algo.

Ella arqueó una ceja. —Por si pasa algo… o para vigilarme.

No respondí.
Porque quizás las dos cosas eran ciertas.

La dejé subir sola.
Cuando la puerta se cerró tras ella, me quedé de pie en el salón, con el peso de mis propios pensamientos cayendo sobre los hombros.

No entendía qué me había llevado tan lejos.
No solía involucrarme. Nunca.
Pero había algo en ella… en su forma de mirar con orgullo incluso cuando el miedo la ahogaba… que me recordaba todo lo que había intentado olvidar.

El teléfono sonó.
Era Carlo, mi asistente.

—¿La encontraste? —preguntó al otro lado.

—Sí. Está aquí.

—Leonardo, te estás metiendo demasiado. Sabes quién está detrás de esto. Si Moretti se entera…

—Lo sé. —Mi voz sonó más fría de lo que sentí—. Pero no pienso dejar que ese bastardo la toque.

Colgué antes de escuchar su respuesta.
No necesitaba que nadie me recordara lo que estaba en juego.

Apoyé las manos sobre la mesa, respirando hondo.
Por primera vez en mucho tiempo, el control se me escapaba de las manos.
Y lo peor era que no quería recuperarlo.

Más tarde, cuando el reloj marcaba la medianoche, subí las escaleras.
La puerta de su habitación estaba entreabierta.
Dudé.
No quería parecer un hombre que invade, pero el silencio me preocupó.

Golpeé suavemente.
—¿Puedo pasar?

No respondió.
Empujé la puerta con cuidado.
La encontré sentada junto a la ventana, con una manta sobre los hombros y la mirada perdida en la oscuridad del bosque.

—No puedo dormir —dijo sin girarse.

—El lugar es nuevo. Toma tiempo acostumbrarse.

—No es eso. —Su voz era un hilo, pero firme—. Es el silencio. Cuando todo está tan callado, solo escucho lo que quiero olvidar.

Me quedé en la puerta. No supe qué decir.
Yo también conocía ese tipo de silencio, el que te grita por dentro aunque todo afuera parezca en paz.

—Meredith… —empecé, pero ella me interrumpió.

—No me preguntes nada. No quiero hablar.

—Está bien. —Asentí despacio—. Solo vine a asegurarme de que estabas bien.

—¿Y lo estoy? —preguntó, girando la cabeza.

La luna iluminó su rostro, y algo en mi pecho se contrajo.
—No lo sé —admití.

Nos miramos. Largo. Inmóvil.
Y en ese silencio, algo cambió.
No había palabras, solo el pulso latiendo entre nosotros, rápido, desbocado.

Di un paso.
Ella no se movió.

—No deberías mirarme así —susurró.

—Tú empezaste.

Ella sonrió apenas, triste, como si supiera que aquello era peligroso.
—No confundas gratitud con otra cosa, Leonardo.

—No lo hago. Pero no soy de los que retroceden cuando algo los quema.

Su respiración se agitó.
Yo también sentía el aire pesado, cargado de algo que no podía nombrar sin perderme.

Me incliné un poco más, solo un poco, lo suficiente para sentir el calor que desprendía su cuerpo.
—No voy a tocarte —le dije con voz baja—. Pero si algún día me pides que lo haga, no sabré detenerme.

Su mirada tembló.
Y antes de que pudiera alejarme, sus labios rozaron los míos.

Fue un beso breve.
Inesperado.
Explosivo.

El tipo de beso que no debería existir entre dos personas que aún no confían, pero que se buscan con el alma.

Nos separamos casi al instante.
Ella respiraba con fuerza. Yo también.

—No vuelvas a hacerlo —murmuró, pero su voz carecía de convicción.

—No vuelvas a provocarlo —respondí, más cerca de un susurro que de una amenaza.




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