Capítulo 11
La hermana perdida
Narrado por Meredith
El amanecer llegó sin permiso.
No recuerdo haber dormido.
Solo recuerdo la sensación de sus labios.
Aún me ardían, como si el beso que no debía existir se hubiese grabado en mi piel.
No sé qué fue más peligroso: el beso o lo que provocó en mí después.
Leonardo tenía esa forma de mirarte que te hacía olvidar tus heridas. Y olvidar, en mi mundo, era el lujo más caro que alguien podía pagar.
Me levanté antes que él.
No podía seguir encerrada en aquella casa, tan perfecta, tan silenciosa… tan parecida a una jaula con olor a perfume caro.
El sonido de mis pasos sobre el mármol resonaba demasiado alto.
No había ruido, ni vida. Solo ese aire denso que me recordaba que no pertenecía allí.
Fui hacia la cocina, buscando un poco de café para mantenerme en pie, cuando lo escuché: el sonido de su voz, profunda, al otro lado del pasillo.
Estaba hablando por teléfono.
—No quiero que nadie se acerque a la casa —decía—. Y averigua todo lo que puedas sobre Enzo Moretti.
Mi pecho se contrajo.
Ese nombre.
El que evitaba pronunciar incluso en mis pensamientos.
Retrocedí un paso, sin querer hacer ruido.
Mi garganta se cerró, como si el aire me traicionara.
Leonardo no sabía quién era realmente Enzo. Ni lo que había hecho.
Ni por qué cada noche bailaba para pagar una deuda que no era mía.
Hasta que mi teléfono vibró.
Lo saqué del bolsillo con manos temblorosas.
Número desconocido.
Una foto.
La imagen me paralizó.
Era Clara.
Mi hermana.
Su rostro estaba cubierto de golpes.
Sus ojos, los mismos que recordaba llenos de vida, eran ahora un espejo de miedo.
Y junto a la foto, un mensaje:
“Si quieres verla con vida, ven sola. Ya sabes dónde. Tienes tres días.”
El teléfono casi se me cae de las manos.
Las piernas me temblaban tanto que tuve que apoyarme en la mesa.
Clara estaba viva.
Pero en manos de él.
—Meredith. —Su voz me sacó del trance.
Giré y lo vi, en el marco de la puerta.
Camisa negra, mirada fría, pero con un dejo de preocupación que intentaba ocultar.
—¿Qué pasa? Estás pálida.
—Nada —mentí. O lo intenté.
Pero mis dedos aún temblaban, y el brillo en mis ojos debió delatarme.
Él avanzó hacia mí.
—Dime la verdad.
Tragué saliva.
—No te metas, Leonardo.
—Ya estoy metido.
—No entiendes —susurré—. Esto es más grande que tú, que yo, que todo.
—Entonces explícame —dijo con tono bajo, firme, el mismo tono que usaba cuando nadie se atrevía a desafiarlo—.
Lo miré, queriendo confiar, pero la costumbre de huir era más fuerte que el deseo de quedarme.
Respiré hondo.
—Mi hermana… Clara… está viva.
Sus cejas se fruncieron.
—¿La que dabas por desaparecida?
Asentí, apenas.
—Enzo la tiene.
El nombre pareció helar el aire.
Leonardo se quedó en silencio, como si estuviera procesando cada palabra.
Luego, su voz cambió: más grave, más controlada.
—¿Moretti?
—Sí. —Mi voz se quebró—. Ella se metió con la gente equivocada. Yo solo… intentaba limpiar su desastre.
Él se acercó, despacio.
—¿Por eso bailas en ese lugar?
Asentí sin mirarlo.
—Para pagar lo que ella debía.
Si no lo hago, él la mata. O me mata a mí.
Y si intento escapar… la hace sufrir más.
Leonardo apretó los puños.
Por primera vez, vi cómo su máscara de frialdad se agrietaba.
—¿Y creías que podrías hacerlo sola?
—Es mi hermana. —Levanté la cabeza—. No voy a dejar que muera por mis errores.
—No son tus errores. —Su voz era fuego contenido—. Son los suyos.
—Eso no importa. Ella es todo lo que tengo.
El silencio cayó entre nosotros, espeso, casi tangible.
—Muéstrame el mensaje —dijo finalmente.
Negué. —No.
—Meredith…
—No. —Mi voz salió firme, aunque el miedo me partía el alma—. Si te metes en esto, Moretti te destruirá. No sabes de lo que es capaz.
—Sé más de lo que imaginas —respondió, dándome un paso—. Ese hombre ha cruzado mis negocios más de una vez. No me asusta.
—Pues debería. —Di un paso atrás, pero él me siguió.
—No voy a quedarme de brazos cruzados mientras te amenaza —gruñó.
Sus ojos brillaban con una intensidad que me desarmaba.
Y lo odié por eso.
Por no entender que la protección también puede convertirse en una sentencia.
—No puedes salvarme, Leonardo —dije, casi en un suspiro.
—Tal vez no —respondió—. Pero no pienso dejar que él te toque.
Y entonces ocurrió.
No sé quién se movió primero.
Solo sé que, en un segundo, su mano estaba en mi mejilla y su boca cerca de la mía.
Fue un beso duro, cargado de rabia, de miedo, de deseo contenido.
Un choque entre dos tormentas.
No era ternura. Era desesperación.
Me aparté de golpe, respirando con dificultad.
—No puedes hacer esto.
—No puedo evitarlo —admitió, con voz ronca—. No después de saber lo que estás viviendo.
—Esto no se trata de ti.
—Ya lo sé. Pero ahora también me involucra.
Su mirada era una promesa y una advertencia.
Y entendí que no había forma de detenerlo.
Leonardo De Luca no era el tipo de hombre que observaba desde lejos.
Era el tipo que quemaba el mundo si alguien amenazaba lo que consideraba suyo.
—No eres mi salvador —dije al fin, intentando que mi voz no temblara.
—No. —Su tono se volvió más oscuro—. Pero puedo ser tu infierno si sigues intentando huir sola.
Me quedé muda.
No había amenaza en sus palabras, sino una verdad cruda: la línea entre proteger y poseer se estaba volviendo borrosa.
Él se apartó apenas, respirando hondo, como si necesitara controlar lo que sentía.
—Dame tres días. Solo tres. Déjame hacer las cosas a mi manera.
Editado: 09.11.2025