Secretos bajo la piel
Había algo diferente en Leonardo esa mañana.
Lo supe en cuanto lo vi cruzar la puerta del despacho con el ceño fruncido y los ojos nublados de una furia fría que apenas contenía. Era ese tipo de rabia silenciosa que no necesita gritar para hacerse sentir… se respira, se percibe, se clava en la piel.
Yo estaba en el estudio, revisando una de las cajas con papeles viejos que había traído de la cafetería, intentando distraerme. Pero la tensión era tan densa que el aire se sentía más pesado.
—¿Qué ocurre? —pregunté con cautela, aunque ya sabía la respuesta. Enzo.
Todo siempre terminaba regresando a él.
Leonardo no respondió enseguida. Caminó hacia la ventana, observando el jardín vacío, las gotas de lluvia cayendo en silencio sobre el mármol. Sus manos estaban apretadas en los bolsillos, los nudillos blancos.
—Dime que no es cierto —dijo por fin, sin girarse.
—¿Qué cosa?
—Que ese bastardo te usó.
El mundo se me detuvo.
No había forma de fingir que no entendía de qué hablaba.
Tragué saliva, buscando palabras que no encontraba.
—¿Qué… escuchaste? —murmuré, aunque mi voz sonó débil, casi rota.
Él se giró entonces, y su mirada me atravesó por completo.
—Todo. —Su tono fue bajo, grave, cargado de un dolor que no era solo suyo—. Enzo tenía una red de mujeres. Chicas que debía dinero, que no tenían a quién acudir. Las usaba… y las vendía.
Tuve que apoyarme en el escritorio. El corazón me latía tan fuerte que dolía.
—No sigas —pedí con un hilo de voz.
—¿Por qué no me lo dijiste, Meredith? —preguntó, acercándose, la voz temblando entre rabia y compasión—. ¿Por qué me hiciste creer que solo bailabas por tu hermana?
—Porque era más fácil que decirte la verdad —susurré, con lágrimas ardiendo en los ojos—. Porque si te contaba todo… ibas a verme diferente.
Leonardo negó con la cabeza, dando un paso hacia mí.
—No podría verte diferente.
—Sí podrías —dije, con un temblor que me partió la voz—. Si supieras todo lo que me hizo, lo que me obligó a hacer… no podrías mirarme igual.
Cerré los ojos y respiré hondo. Por un instante, las imágenes volvieron: la habitación oscura, el olor del miedo, el sonido de una puerta cerrándose detrás de mí.
Enzo Moretti no solo había destruido mi confianza, había arrancado pedazos de mi alma que jamás recuperaría.
Leonardo me miraba como si quisiera absorber mi dolor.
—Dime su nombre —dijo con la voz ronca—. Dime quién te lastimó.
—No, Leonardo… —negué con un suspiro desesperado—. No te metas en eso.
Pero él ya estaba perdido en su propia tormenta.
—No voy a quedarme de brazos cruzados mientras ese hijo de **** respira.
—¡No lo entiendes! —grité, dejando que las lágrimas finalmente cayeran—. Si lo enfrentas, te matará. Te destruirá como hizo con todos los que se interpusieron. ¡Por eso bailo! ¡Por eso sigo en esa maldita jaula cada noche! Para mantenerlo lejos, para evitar que toque a Clara… o a mí.
Leonardo me tomó por los hombros, fuerte, como si quisiera retenerme en el presente.
—Mírame —ordenó, su voz firme, profunda—. No voy a dejar que te siga lastimando.
—¿Y qué vas a hacer, Leonardo? —pregunté entre sollozos—. ¿Convertirte en él? ¿Perderte como él? No puedes luchar con un monstruo sin volverte uno.
Sus dedos se aflojaron, pero no me soltó. Su respiración era pesada, la mandíbula tensa.
—No soy él —dijo, con una calma forzada que temblaba en los bordes—. Pero si tengo que ensuciarme las manos para protegerte, lo haré.
—No —susurré, y en ese no había súplica, sino miedo verdadero—. Si haces eso, él gana. No porque te mate… sino porque te convierte en algo que no eres.
El silencio se extendió entre nosotros. Afuera, la tormenta seguía rugiendo. Dentro, solo quedaban nuestras respiraciones y el peso de todo lo que no dijimos a tiempo.
Leonardo apartó la mirada, cerrando los ojos con fuerza.
—No puedo soportar saber lo que te hizo —confesó—. No puedo imaginarlo sin querer arrancarle la vida.
Me acerqué un poco, temblando. Toqué su rostro, despacio, como si el contacto fuera un riesgo.
—Entonces no lo imagines —dije suavemente—. Déjalo en el pasado. Deja que el dolor muera conmigo.
Él abrió los ojos. Había fuego en ellos, pero también un brillo que no conocía: vulnerabilidad.
—No puedo —susurró—. No cuando sé que aún te duele.
—Siempre me va a doler, Leonardo —le dije con sinceridad—. Pero no necesito un vengador… necesito poder respirar sin miedo.
Su silencio fue una respuesta en sí misma.
Lo vi alejarse unos pasos, con las manos en el cabello, caminando por la habitación como un animal enjaulado. Luchaba consigo mismo, contra su instinto, contra todo lo que era.
—¿Qué te hizo exactamente? —preguntó de pronto, con voz ronca.
—No importa —contesté rápido.
—Sí importa.
—No a ti.
Mi tono lo detuvo. Finalmente, volvió hacia mí.
—Todo lo que te toca me importa —dijo, y esa frase me atravesó más que cualquier amenaza.
Nos miramos, atrapados en un silencio que dolía. Yo temblaba, pero no de miedo, sino de la intensidad que emanaba de él.
Leonardo dio un paso más, hasta quedar tan cerca que pude sentir el calor de su cuerpo, el roce de su respiración sobre mi frente.
—No puedo prometerte que no haré nada —dijo con voz baja, casi rota—. Pero puedo prometerte que jamás volverás a estar sola.
—No quiero que me salves —susurré.
—Demasiado tarde —respondió él—. Ya lo estoy haciendo.
Su frente se apoyó en la mía, y por un segundo todo el dolor se desdibujó.
No hubo besos, ni promesas vacías. Solo el peso de dos personas rotas, compartiendo el mismo infierno.
Cuando se apartó, lo vi caminar hacia la puerta.
—Voy a arreglar esto, Meredith —dijo sin mirarme—. Te lo juro.
—Leonardo, por favor… —intenté decir algo más, pero la puerta ya se había cerrado.
Editado: 09.11.2025