Meredith
El teléfono cayó de mis manos antes de que pudiera siquiera reaccionar.
El sonido del impacto contra el suelo se mezcló con el rugido del viento que entraba por la ventana entreabierta.
Sentí cómo el mundo se detenía.
Una llamada.
Una voz desconocida.
Tres palabras.
“Tenemos a Alison.”
El aire se me fue del cuerpo como un golpe directo al pecho. Intenté gritar, pero la garganta no me respondió. Las manos me temblaban, y todo lo que escuchaba era el eco de esa frase repitiéndose dentro de mi cabeza.
Una y otra vez.
Hasta volverse insoportable.
La puerta del estudio se abrió bruscamente. Leonardo estaba ahí, con el rostro tenso, los ojos encendidos de una furia que no necesitaba explicación.
—¿Qué pasó? —preguntó, acercándose en tres pasos.
No pude hablar. Solo lo miré, intentando contener las lágrimas que ya se escapaban.
Él tomó el teléfono del suelo, vio la llamada perdida, y entendió antes de que yo lo dijera.
—¿Fue él? —su voz era una mezcla de hielo y fuego—. ¿Enzo?
Asentí lentamente.
No necesitaba confirmarlo. Sabíamos los dos que solo él podía llegar tan bajo.
Leonardo giró bruscamente, su respiración se volvió áspera. Golpeó la mesa con el puño, y el sonido resonó en toda la habitación como un trueno.
Vi algo en él romperse, una parte que hasta ese momento había mantenido bajo control.
—Voy a matarlo —susurró, con una calma tan fría que me heló la sangre—. Juro que voy a hacerlo.
—No —dije, casi sin voz, corriendo hacia él—. No puedes hacer eso. Es justo lo que quiere.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me quede de brazos cruzados mientras él toca lo que es mío?
Su voz retumbó en el aire.
Esa palabra —“mío”— me atravesó, porque sonó más a desesperación que a posesión.
Lo miré a los ojos, y vi algo más que rabia: miedo.
Un miedo profundo a perderlo todo, a perderme a mí.
—Leonardo, escúchame —dije, tomando su rostro entre mis manos—. Si vas tras él, no solo te destruirá. Te convertirá en lo mismo que él.
Su respiración chocaba con la mía.
Por un instante, vi en sus ojos al hombre que me miraba con ternura en la cafetería, al que me ofrecía ayuda sin entender mi infierno.
Pero ese hombre ya no estaba del todo ahí.
El que tenía frente a mí ahora era fuego contenido.
—Ya no me importa —susurró—. Me quitó todo. A ti, a tu paz, y ahora a esa niña.
—Alison no está muerta —dije, temblando—. No todavía.
—Entonces iré por ella.
—No. —Mi voz se quebró—. Déjame hablar con él. Es conmigo, no contigo.
—No vas a enfrentarte a ese bastardo sola —gruñó, dando un paso hacia mí.
Yo retrocedí. —¡Tú no entiendes! —grité, sintiendo cómo la desesperación me quemaba por dentro—. No se trata solo de Alison. Él… él sabe cosas. Cosas que podrían destruirte a ti también.
Leonardo me observó en silencio.
Sabía que había algo que aún no le había contado.
Sabía que mi pasado con Enzo no se limitaba a la deuda.
Antes de que pudiera responder, la puerta volvió a abrirse.
Era Alex.
El pequeño apareció con su cabello desordenado, los ojos asustados.
—Tía Mer… escuché gritos.
Intenté sonreír, pero no pude. Me arrodillé frente a él y lo abracé con fuerza.
El niño me rodeó el cuello sin entender nada.
Su inocencia era lo único puro que quedaba en esa casa.
Leonardo se acercó lentamente, su expresión cambiando apenas al verlo.
Se arrodilló también y posó una mano en el hombro del niño.
—Todo está bien, campeón —dijo con voz baja, controlando el temblor que lo recorría—. Solo estamos resolviendo algo.
Alex lo miró confundido, luego me miró a mí. —¿Van a irse?
—No, mi amor —le dije, acariciándole el cabello—. Nadie va a irse.
Cuando salió del cuarto, Leonardo y yo quedamos solos otra vez.
El silencio era una herida abierta entre nosotros.
—No quiero que lo lastimes —dije finalmente, sin levantar la vista.
—¿A Enzo? —preguntó, incrédulo.
—No. A ti.
Porque si lo haces, no vas a poder volver atrás.
Leonardo se pasó una mano por el rostro, respirando hondo, intentando recuperar el control que tanto le costaba mantener.
Luego se giró hacia la ventana.
La lluvia había comenzado a caer.
Otra vez la maldita lluvia, testigo de cada ruina nuestra.
—No voy a quedarme quieto —dijo finalmente, su voz más fría que nunca—. Si él quiere jugar sucio, yo sé cómo hacerlo.
—¿Qué vas a hacer?
—Lo que sea necesario.
Y en ese instante lo supe: ya lo había decidido.
En su mente, la guerra había comenzado.
Leonardo
La noche cayó sobre la ciudad como una maldición.
No podía dormir.
Cada segundo que pasaba sin saber dónde estaba Alison era una gota más de veneno corriendo por mis venas.
Miré el reflejo en la ventana.
El rostro que vi no era el mío.
Era el de un hombre al borde.
Pensé en Meredith, en sus manos temblando, en su voz rota cuando pronunció el nombre de su hermana.
Enzo Moretti.
El bastardo detrás de todo esto.
El mismo que había destruido la vida de esa mujer mucho antes de que yo la conociera.
Tomé el teléfono. Marqué un número que prometí no volver a usar.
Un contacto de otro tiempo.
De otra vida.
—Necesito información —dije apenas la línea se abrió—. De Moretti. Todo lo que tengas. Dónde se mueve, con quién, cómo respira.
—Eso te va a costar —respondió la voz al otro lado.
—No me importa el precio.
Colgué.
Ya no se trataba de negocios.
Era personal.
Meredith
No sé cuánto tiempo pasó.
Horas, tal vez.
El reloj del pasillo seguía marcando el mismo sonido metálico que se mezclaba con el de la lluvia.
No podía dejar de pensar en Alison. En su risa. En su voz.
Y en cómo el miedo se la estaba tragando ahora.
Editado: 09.11.2025