La noche cayó sobre la ciudad con un peso extraño, como si presintiera lo que iba a ocurrir.
Meredith apenas podía respirar.
El teléfono temblaba en su mano, la voz del hombre al otro lado repetía una dirección que se le grabó como fuego en la mente.
—Si quieres volver a ver a la niña con vida… ven sola.
El tono fue seco, burlón, y la llamada se cortó antes de que pudiera responder.
El aire le faltaba.
El cuerpo le temblaba entero.
—No… no puede ser —susurró, dejando que el teléfono cayera al suelo.
Leonardo la observó desde el otro extremo del salón. Había estado en su despacho, revisando los informes de seguridad que él mismo había ordenado tras las amenazas de Enzo.
Y cuando vio el rostro de Meredith, supo que algo se había roto.
—¿Qué pasa? —preguntó, acercándose de inmediato.
Ella apenas pudo pronunciar las palabras.
—Se llevaron a Alison.
Él se congeló.
Y luego, en cuestión de segundos, todo cambió.
El hombre frío, calculador, dueño de su control, desapareció.
Lo que quedó fue una furia contenida, una determinación salvaje.
—¿Quién? —preguntó, su voz como un filo.
Meredith levantó la vista, con lágrimas que se mezclaban con rabia.
—Los hombres de Enzo. Dicen que si no voy… la matarán.
Leonardo cerró los puños.
Su mente empezó a trabajar, rápido, preciso, pero su pecho ardía.
No iba a permitirlo. No esta vez.
—No vas sola —dijo con firmeza.
—Leonardo, no entiendes… si vas, si se enteran de que estás involucrado, te matarán.
—Que lo intenten —respondió, sin apartar la mirada.
Meredith quiso detenerlo, pero la expresión en su rostro la dejó sin palabras.
Ese hombre… el que una vez le ofreció ayuda con calma, ahora parecía una tormenta dispuesta a arrasar con todo.
—No puedes enfrentarte a Enzo —insistió—. No sabes de lo que es capaz.
Leonardo dio un paso más hacia ella. Su voz bajó, pero no perdió fuerza.
—He enfrentado hombres peores, Meredith. Pero nunca he tenido una razón tan poderosa para hacerlo.
Ella tembló.
Quiso gritarle que no lo hiciera, que no valía la pena arriesgarlo todo por ella.
Pero no pudo.
Porque lo amaba, aunque no se lo había permitido admitir.
Él la tomó suavemente del rostro, la obligó a mirarlo.
—Voy a traerla de vuelta. Te lo juro.
Y antes de que ella pudiera responder, la besó.
Fue un beso breve, desesperado, lleno de miedo y de promesas que podrían romperlos.
El aire pareció detenerse.
Cuando se separaron, ella solo alcanzó a decir:
—No mueras, por favor.
Él sonrió apenas.
—No tengo pensado hacerlo.
La mansión quedó atrás en segundos.
Leonardo condujo el coche negro con la mirada fija al frente, el corazón latiendo con una mezcla de furia y miedo.
Sabía dónde encontrar a Enzo. Sabía que no iba a negociar.
Su contacto en la policía le había pasado información sobre una vieja fábrica en las afueras de la ciudad.
Ahí era donde Enzo movía a su gente, donde escondía a los que usaba como piezas en su juego.
Y esa noche, Leonardo estaba dispuesto a romper las reglas, todas si era necesario.
Afuera, el viento soplaba con fuerza.
La fábrica estaba casi en ruinas, rodeada de vehículos oscuros y hombres armados.
Leonardo apagó el motor y se ajustó el abrigo.
Tenía un arma, pero más que eso, tenía un motivo.
Y los motivos a veces eran más peligrosos que las balas.
Dentro, Enzo Moretti sonreía.
El humo del cigarro flotaba entre luces débiles.
Alison estaba atada a una silla, los ojos vendados, temblando en silencio.
—Mira lo que has hecho, Meredith —murmuró Enzo, mientras observaba a uno de sus hombres jugar con un encendedor—. Siempre tan heroica, tan dispuesta a pagar por los pecados de tu hermana.
Pero esta vez… el precio será distinto.
El sonido de un disparo rompió la calma.
El eco retumbó en las paredes, y uno de los guardias cayó al suelo sin poder gritar.
—¿Qué demonios…? —Enzo se levantó, buscando el origen.
Leonardo emergió de la oscuridad, como una sombra.
Los ojos fijos, fríos.
El arma firme en la mano.
—Déjala ir —ordenó.
Enzo lo miró, sonriendo.
—Ah, el millonario enamorado. Qué cliché tan entretenido.
—Te lo diré una sola vez. Déjala ir, o te juro que no saldrás vivo de aquí.
El silencio se hizo pesado.
Uno de los hombres intentó moverse, y Leonardo disparó sin dudar.
El cuerpo cayó, y el resto se congeló.
—Dile a tus hombres que bajen las armas —repitió.
Enzo lo observó, con una mezcla de burla y curiosidad.
—Tienes agallas, De Luca. Pero no entiendes el juego. Aquí no se trata de fuerza… sino de control.
Leonardo dio un paso al frente, sin bajar el arma.
—Entonces mírame bien, porque estoy a punto de quitártelo todo.
El primer golpe llegó de un costado.
Uno de los hombres lo atacó por sorpresa, y el sonido de los disparos llenó el lugar.
El caos estalló.
Gritos, sangre, cristales rotos.
Leonardo disparó dos veces más, esquivando, golpeando, moviéndose con precisión letal.
Pero Enzo también sabía pelear sucio.
Un disparo lo alcanzó en el hombro, arrancándole un gruñido de dolor.
Cayó de rodillas por un instante, pero no soltó el arma.
Con la vista nublada, vio a Alison, asustada, y todo dentro de él rugió.
Apuntó, disparó, y la cuerda que la ataba se partió.
—Corre, cariño —murmuró con la voz rota.
Enzo aprovechó el momento. Lo atacó, lo empujó contra una columna de hierro, intentando arrebatarle el arma.
Pero Leonardo, impulsado por algo más que adrenalina, se defendió con fuerza.
Un golpe seco, otro disparo.
Y el cuerpo de Enzo cayó pesadamente al suelo.
Todo quedó en silencio.
Solo el sonido de la respiración de Leonardo, entrecortada, y la lluvia comenzando a golpear el techo de metal.
Editado: 09.11.2025