La obsesión del millonario

Capitulo 17

Capítulo 17: La obsesión del millonario

Habían pasado seis meses desde la noche del rescate.
El mundo, de alguna manera, había seguido girando, aunque para Meredith todo parecía nuevo.
Ya no vivía en la mansión, ni en la ciudad.
Ahora el sonido que despertaba sus mañanas era el canto de los pájaros y no el rugido de los autos.

El pequeño pueblo costero donde había decidido instalarse era silencioso, con calles empedradas y flores silvestres en las aceras.
Allí, entre paredes color crema y madera, había abierto su propio refugio:
“Luz y Cuerpo”, un local donde mezclaba el arte del movimiento con la paz del alma.
No era un club.
Era un estudio de danza terapéutica, donde mujeres de todas las edades llegaban buscando algo más que aprender a bailar: querían sanar.

Y Meredith también lo hacía, cada día, con ellas.

En el suelo, entre los rayos suaves del sol, Allison reía mientras dibujaba con tizas de colores.
Su risa llenaba el lugar con una alegría limpia, sin miedo, sin sombras.
Alex la vigilaba desde un rincón, con un libro en la mano y esa paciencia serena que lo caracterizaba.

Desde aquella noche, Alex se había convertido en una presencia constante.
Era el equilibrio que todos necesitaban: ni demasiado, ni muy poco.
Él ayudó a Meredith a reconstruir el local, a tramitar permisos, a conseguir inversionistas.
Era discreto, amable… y sobre todo, protector.

—Se está llenando rápido el taller de esta tarde —comentó, levantando la mirada del libro.

—Sí —respondió Meredith con una sonrisa—. Casi no lo creo. A veces pienso que todo esto no puede ser real.

Alex la observó unos segundos, con una ternura que nunca intentó esconder.
—Es real. Lo construiste tú.

Meredith suspiró.
—Con ayuda.

Él sonrió. —No todos habrían tenido el valor.

Antes de que pudiera responder, escuchó el sonido de un motor afuera.
Ese rugido grave, elegante… imposible de olvidar.
Su corazón se detuvo un instante.

—¿Esperas a alguien? —preguntó Alex.

Ella negó lentamente.
Pero ya sabía quién era.
No necesitaba verlo para sentir cómo el aire del local cambiaba.
Como si el mundo se preparara para su llegada.

Leonardo descendió del auto con la misma elegancia fría que lo había caracterizado siempre.
Pero algo en él había cambiado.
Su mirada seguía siendo intensa, sus gestos calculados… y, sin embargo, había una calma distinta, una madurez que no existía antes.
El caos que lo rodeaba parecía dormido, no muerto.

Llevaba flores en una mano. No rosas, sino jazmines blancos.
Simples. Puros.
Como si, de alguna manera, entendiera lo que significaban.

Cuando cruzó la puerta del local, todas las miradas se giraron hacia él.
Pero solo una le importó.
La de Meredith.

—Hola —dijo ella, sin moverse del lugar.

—Hola —repitió él, con una leve sonrisa.

El tiempo entre ellos se detuvo.
No había pasado un día desde la última vez que se vieron, y al mismo tiempo, había pasado una vida entera.

Alex se levantó, incómodo, intentando darles espacio.
—Voy a llevar a Allison al parque —anunció.

Meredith asintió, agradecida.
Leonardo le dirigió un gesto breve. Había respeto en su mirada, y algo que antes no existía: gratitud.

El silencio los envolvió cuando quedaron solos.
Leonardo observó el lugar con atención.
—Es hermoso —dijo finalmente—. Muy tú.

—Eso intento —respondió ella.

Él se acercó, despacio, con pasos medidos, como si temiera romper algo.
—Me alegra verte bien.

Meredith bajó la mirada. —Estoy aprendiendo a estarlo.

Leonardo dejó las flores sobre el mostrador.
—Te traje esto. No sabía si aún te gustaban.

Ella sonrió apenas. —Nunca dejaron de gustarme. Solo dejé de tener tiempo para olerlas.

Él la miró con una mezcla de orgullo y deseo contenido.
—Has cambiado.

—Tú también.

—¿Para bien?

—Para real.

La respuesta lo desarmó.
Porque en el fondo, esa era la verdad: por primera vez en su vida, Leonardo no necesitaba controlar nada.
Solo mirar, respirar… y estar.

Hablaron por horas.
De cosas simples: del clima, del negocio, de Alex, de cómo Allison había vuelto a dormir sin miedo.
Leonardo le contó que su empresa había cambiado de rumbo, que había cerrado las inversiones con las que Enzo lo había tentado, que ahora financiaba proyectos de rehabilitación.
—Me cansé de construir imperios vacíos —dijo con ironía—. Prefiero algo que me devuelva el alma.

—¿Y lo encontraste? —preguntó ella.

Él la miró fijo. —Lo encontré hace tiempo. Solo me tomó meses entenderlo.

Meredith bajó la mirada, sonriendo con tristeza.
Sabía a quién se refería.
Y también sabía que eso no bastaba para borrar el pasado.

—Leonardo… —empezó a decir, pero él la interrumpió, acercándose un paso más.

—No vine a pedirte nada. Ni perdón, ni una segunda oportunidad.
Solo quería verte. Asegurarme de que sigues respirando.

Su voz era baja, controlada, pero había algo más debajo: una emoción cruda, contenida.

Meredith levantó la vista, encontrándose con su mirada.
Y el aire se volvió denso, cargado de una tensión conocida, peligrosa.

Él extendió la mano, rozando su mejilla con los dedos.
El contacto fue leve, casi un suspiro.
Pero el efecto fue devastador.

El corazón de Meredith se aceleró, los recuerdos regresaron como un fuego lento bajo la piel.
No había odio. No había miedo.
Solo esa fuerza magnética que los había unido desde el principio.

Leonardo retiró la mano, conteniendo el impulso.
—A veces creo que nunca te dejé ir —murmuró.

—A veces creo que nunca lo hiciste —respondió ella, en un susurro.

El silencio entre ambos se volvió más íntimo.
Las palabras ya no eran necesarias.
El amor, la obsesión, la culpa… todo estaba allí, vivo, respirando con ellos.




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