La odisea del soldado Sosa

Capítulo 6

Oí pasos a mi alrededor y un grupo de personas que hablaban en un idioma que no entendía. Todo estaba oscuro, aunque sabía que una luz revitalizante iluminaba mi cuerpo.

Al principio, fue un momento de alerta en el que no pude reaccionar, así que entré en pánico conforme recordaba a Kamau Abuya y Macaria. De hecho, pensé que aquellos que cargaban conmigo querían vengarse en su honor, pero, a pesar de no entender el idioma que hablaban, comprendí que en sus palabras se notaba la desesperación.

Para entonces, no sabía cuánto tiempo había pasado desde que me sacaron de esa cueva, ni tampoco la forma en que me encontraron, aunque no importaba con tal de terminar con el sufrimiento que estaba soportando.

Mi dolor no se limitaba a las heridas en mi cuerpo, sino que además a la terrible migraña y el entumecimiento de mis articulaciones.

El temblor que se apoderó de mí, no por el frío o el miedo, sino por algo más que no supe identificar, me llevó a pensar en mi estado mental.

Sabía que era víctima de la ansiedad y el estrés, pero eso pasó a segundo plano cuando, de repente, la claridad que producía la luz solar desapareció.

Todo se volvió oscuro y, en cierto modo, reconfortante.

De hecho, fue un lugar en el que pude abrir los ojos y darme cuenta de que estaba en lo que parecía ser una habitación.

Intenté levantarme rápido para escapar pensando que intentarían asesinarme, pero un peso sobre mi pecho me impidió que lo hiciese.

El peso que se ejerció sobre mí no implicó esfuerzo por parte de esa persona, así que no tenía caso insistir y me dejé guiar por su voz tranquilizadora; era una mujer.

En su tono de voz percibí la amabilidad y la preocupación, aun cuando no entendí nada de lo que dijo. Eso me llevó a detallarla para darme cuenta de que no era una mujer, sino una adolescente de unos quince años aproximadamente.

Esta chica, que parecía saber cómo lidiar con gente enferma, se tomó el tiempo de darme agua con paciencia, secar mi sudor y colocar una refrescante toalla húmeda sobre mi frente; no tenía puesto mi casco.

Debido a la ausencia de mi casco, me alarmé de nuevo, por lo que se asustó y empezó a decir palabras extrañas. Por suerte pudo pronunciar algunas en inglés; «calm down» fueron las más entendibles.

En fin, a pesar del miedo, el estrés y la ansiedad, decidí confiar en esa chica y me dejé llevar por la idea de que alguien tan joven no podía tener malicia alguna. Por ende, me relajé hasta tal punto que terminé quedándome dormido.

♦♦♦

Con el paso de los días, me di cuenta de que me encontraba semidesnudo en esa habitación, aunque no tenía frío ni calor. Además, cada cierto tiempo, aquella chica entraba y me atendía en silencio con paciencia, centrándose en las áreas donde recibí los disparos.

Yo intentaba conversar con ella y preguntarle por mis pertenencias, pero en sus respuestas, que no lograba entender, comprendí que no tenía idea de ello, así que preferí no molestarla con eso.

Por suerte, llegó el día en que conocí a Matu al cabo de dos semanas.

Matu era un cazador que, junto a sus compañeros de cacería, me encontró dentro de aquella cueva.

Resulta que el pequeño hoyo por el cual entré durante mi escape no era más que eso, pues la verdadera entrada y salida se hallaba al otro lado de un cerro; me rescataron gracias a un ciervo que, irónicamente, también fue parte de mi alimentación.

Matu era el padre de Esiankiki, la muchacha que estuvo cuidando de mí y quien siguió haciéndolo en los siguientes días; la apodé Kiwi de cariño porque era más fácil de pronunciar.

Kiwi tenía catorce años.

Su padre la había incitado a estudiar medicina en Nairobi dadas sus capacidades para tratar a la gente enferma.

Era una chica encantadora, de bellos ojos negros y una sonrisa que te alegraba el día; su curiosidad era de mis más grandes distracciones.

A diferencia de Kiwi, Matu sí entendía y hablaba el inglés. Su marcado acento británico en ocasiones me causaba gracia, aunque fue por eso que deduje que estuvo un tiempo viviendo en Inglaterra.

De hecho, tal como deduje, Matu comentó que estuvo viviendo y trabajando en Inglaterra durante cinco años. También me contó la forma en que dieron conmigo e hicieron lo posible por mantenerme con vida, pues, según sus palabras, tenía una fiebre de temperaturas alarmantes y balbuceaba incoherencias.

Por poco y me dejan morir en la cueva, ya que, más allá de ser un hombre blanco en una tierra dominada por gente de color, portaba el uniforme del ejército estadounidense.

Los cazadores, incluyendo a Matu, estaban al tanto de lo que habíamos hecho en Embomos y Sotit, pero gracias a su insistencia de mantenerme con vida, el grupo que lo acompañaba tomó la decisión de llevarme hasta un pueblo llamado Kitala, lugar en el que residían y donde, además de cuidar de mí, se aseguraron de que las tropas estadounidenses no diesen con mi paradero; habían visitado la zona dos veces.

Además, mi situación era precaria, pues más allá de la falta de dinero, me vi obligado a permanecer en una cama postrado sin poder hacer nada; los disparos que recibí me tenían en un pésimo estado.

Permanecer de esa manera me resultó humillante, y lo peor del caso fue que estaba en un pueblo casi desértico, sin una sola posibilidad de recibir apoyo médico adecuado, recuperarme y seguir adelante con mi objetivo.

Debido a ello, me vi obligado a pedirle a Matu que me llevase con alguien que, por lo menos, supiese los principios básicos de la medicina, pero no fue sencillo convencerlo, ya que, además de decirme que no había buenos médicos en esa parte de Kenia, cargar con un tullido significaba dejar de trabajar por él y su hija.

Supongo que humillarme más de lo que ya me sentía sirvió para que se compadeciese de mí, aunque a cambio de ayudarme, Matu me impuso la condición de vender mi fusil y las municiones a los radicales, quienes en realidad eran una resistencia que se arriesgó a luchar contra el ejército estadounidense para evitar las barbaridades que estos seguían llevando a cabo en los pueblos aledaños a la base militar.




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