Durante una semana, intensas lluvias azotaron Watamu con furia, a un punto en el que se nos hizo necesario desalojar el hotel y alejarnos lo más posible de la costa; jamás imaginamos que la situación se complicaría de tal manera.
El señor Long, por su parte, y en vista de las facilidades que el dinero le otorgaba, tomó su vehículo y se fue de la ciudad, aunque lo más increíble fue que, desde entonces, no volvimos a saber nada de él.
La marea en la costa, tal como teníamos previsto, subió con un ritmo salvaje, al punto de desbordarse e inundar gran parte de la zona costera.
Matu, Kiwi y yo nos vimos obligados a establecernos en lo que parecía ser una terminal de autobuses abandonada, a cinco kilómetros del hotel y en la parte más alta de Gede, una población vecina.
No teníamos más opciones que esa, pero lo que me desesperó fue el resignarme al haber dejado el pendrive del general Dalton en mi habitación de hotel.
—No puedo creer que hayamos dejado nuestro hogar por esto —comentó Matu, frustrado.
Yo me avergoncé y me sentí culpable porque, a fin de cuentas, fue por mi causa que se arriesgaron a dejar su pueblo. Ellos no tenían necesidad de protegerme ni mucho menos emprender un viaje tan largo conmigo.
—Perdónenme —musité avergonzado.
—¿Perdonarte? —preguntó Kiwi; su inglés había mejorado bastante.
—No tenemos nada que perdonarte, Alex… Nosotros decidimos venir aquí contigo porque también me gustaba la idea de trabajar en esta zona —dijo Matu.
—Pero es que todo ha sido por mi culpa. No había necesidad de hacerse cargo de mí. Te bastaba con salvarme la vida, Matu. ¿Cómo esperas que retribuya lo que has hecho por mí? —repliqué, frustrado.
—Jamás he esperado nada a cambio por todo lo que hice, solo seguí lo que dictó mi corazón. No podía dejarte morir en esa cueva ni mucho menos en mi casa. Así que, no te preocupes —respondió Matu con amabilidad y comprensión.
—¿Qué haremos cuando termine la tormenta, papá? —preguntó Kiwi.
—Ya veremos, hija, no te preocupes por eso. Tu padre ha enfrentado situaciones mil veces peores que esta —respondió Matu.
—¿Sería buena idea volver a Kitala? —le pregunté a Matu.
—Si se trata de mí, no sería mala idea. No me costaría mucho levantar un hogar, pero en tu caso, sé que podría ser muy arriesgado volver allá. Así que considero mejor que te quedes en este lugar hasta que las cosas se tranquilicen y puedas viajar a Sudáfrica —respondió.
—Está bien, entiendo —dije, pensativo.
—¡Vaya! —exclamó Matu con un dejo de alivio—. Pensé que te opondrías a seguir solo adelante.
—Tarde o temprano, dejaría de depender de tu apoyo. Así que tú tranquilo, regresa a Kitala con tu hija. Ya me siento capaz de valerme por mí mismo y continuar mi viaje —aseguré.
—Bueno, no adelantemos una despedida sin esperar a lo que pase en los siguientes días. Puede que el señor Long regrese tan pronto termine la tempestad y sigamos trabajando para él —comentó con optimismo.
—Es cierto, nos estamos adelantando mucho a los acontecimientos —dije.
♦♦♦
El sol salió al cabo de dos días, por lo que Watamu dejó de ser víctima de la inundación.
Las calles estaban libres de agua, pero no de peces muertos y otras especies marinas que tuvieron la mala suerte de morir fuera de su hábitat natural.
Matu y yo habíamos considerado regresar al hotel, pero el congestionamiento en las principales avenidas y calles nos dificultó el retorno.
La cantidad de personas era abrumadora.
Todo el mundo iba y venía como si de eso dependiesen sus vidas; fue muy estresante.
Las tiendas pequeñas fueron las más afectadas, al igual que las casas humildes y las cabañas que se hallaban cerca de la costa.
Las autoridades locales apenas lograban contener a los antisociales que, con insistencia, intentaron saquear los negocios que sufrieron las consecuencias de la inundación.
En fin, nos tomó más de cuatro horas regresar al hotel.
El estacionamiento estaba lleno de barro, charcos y una gran cantidad de cangrejos que se dirigían al mar.
En el lobby, nos recibió un grupo de turistas tailandeses que, en sus expresiones, se notaba el terror e incluso reclamaron nuestra indiferencia al abandonar a la mayoría de huéspedes, aunque alegamos que alertamos un desalojo de emergencia con bastante anticipación.
Tomar el control del hotel no fue sencillo; todo estaba hecho un desastre.
Sin embargo, eso no impidió que Matu y yo subiésemos a nuestras habitaciones y revisásemos que todo estuviese en orden.
Sentí un gran alivio por el hecho de que mi habitación estuviese en el tercer piso, por lo que todo se encontraba tal cual lo dejé antes de huir.
No supe qué hacer desde entonces, pues una parte de mí quería quedarse para esperar la llegada del señor Long, pero también anhelaba regresar a casa y reencontrarme con la doctora Müller posteriormente; por desgracia, no tenía dinero suficiente.
Fue la falta de dinero lo que me hizo pensar en la gran ventaja que tenía como recepcionista de un hotel abandonado por su propietario.
Cuanta alegría sentí porque el señor Long huyese despavorido y me dejase el camino libre para husmear en su villa, una que se ubicaba en el último piso del hotel.
Aproveché entonces la distracción de Matu, quien se hallaba conversando con un grupo de personas, mientras que Kiwi hablaba con algunos muchachos de su edad.
Las escaleras fueron una tortura para mis piernas, en especial mi pierna derecha, pero logré mi cometido al llegar al último piso.
Nadie me había seguido, y por suerte las cámaras no funcionaban. Lo malo fue que la única puerta de la cual no tenía llave era la villa del señor Long, así que me vi en la obligación de derribarla.
Tres intentos fueron necesarios para derribar la puerta, así que temí porque el ruido llamase la atención de alguien, aunque nadie se presentó.
Una vez dentro de la lujosa villa, revisé cada rincón del lugar en busca de dinero y artículos de valor; era lo que necesitaba para salir de Kenia.