El Diario de Agnes
31 de octubre, hace un año.
La vela negra chisporrotea en el alféizar, su llama danzante proyecta sombras retorcidas que se mueven como gusanos en las paredes del desván.
El viento aúlla fuera, un sonido vivo y con intención.
Es la única noche del año en que el Bosque Viejo despierta por completo, y con él, Ellos.
Lo sé porque fui yo quien les dio un nombre. Los llamo los Ecos, porque no tienen voz propia, solo el cruel robo de las pobres almas que arrebatan. Toman el amor, el dolor, la nostalgia… y los usan como carnada.
Durante sesenta años, he mantenido el pacto. Sesenta ofrendas dejadas en el lindero del bosque, sesenta almas perdidas que pagaron el precio para que la sangre de mi linaje siguiera a salvo. No eran inocentes, me digo en las noches más frías. Eran viajeros, forasteros, almas solitarias que nadie echaría de menos. La culpa es un peso que he cargado con gusto, un fardo liviano comparado con la alternativa.
Pero el pacto es claro: la ofrenda debe ser anual, y debe ser… humana.
Mi cuerpo ya no es el de antes. Los huesos me duelen, la tos no cesa y sé que esta será mi última vela. He fallado. He sido egoísta. He criado a un hijo lejos de aquí, pensando que lo liberaba de esta maldición. Pero la sangre llama a la sangre, y el pacto no distingue entre quienes habitan esta casa por voluntad o por herencia.
Ahora, solo me queda la esperanza de que mi nieto, Elías, nunca tenga que regresar. Que queme esta casa y todo lo que hay en ella. Que mi diario se convierta en cenizas.
El viento golpea con más fuerza la ventana. Acabo de oírlo. Un susurro, tan bajo que casi es imaginación, que arrastra el nombre de mi difunto esposo desde la negrura del follaje.
La vela parpadea.
Dios mío, he condenado a mi propia sangre.
— Agnes.
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Editado: 12.10.2025