La Ofrenda del Pacto Ancestral

Capítulo 1

La Herencia de los Susurros

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El automóvil alquilado pasó en la grava antes de detenerse frente a la casa. No, no era una casa; en sí era un esqueleto de madera, nostalgia, y recuerdos borrados por el tiempo, hundiéndose lentamente en el mismo lugar de siempre.

Elías apagó el motor y el silencio lo envolvió, tan pesado y asfixiante como el último recuerdo de su niñez.

Duskwood. —. Elías, suspiro—. Había jurado no volver.

El aire traía un olor a tierra húmeda, a corteza podrida y a algo más, un leve aroma dulzón y enfermizo que no supo identificar. Lo recordaba de su infancia, ese olor que se colaba por las rendijas de la madera en las noches, acompañado de los sonidos crujientes de la misma.

Cerro los ojos.

Elías no quería abrir una puerta que cerro años atrás. Apretó el volante hasta que los nudillos le dolieron. Veinte años habían pasado, pero la opresión en el pecho era la misma.

La carta del abogado había sido fría y directa: “Su abuela, Agnes, ha fallecido. Usted es el único heredero. Es imprescindible que se persone en la propiedad para resolver el patrimonio.”

Imprescindible—. Una palabra que encerraba obligación y una condena a su vida actual.

Bajo del auto, activando el mecanismo para abrir la puerta del maletero, camino despacio con la mente en blanco y sacó su maleta del baúl — pequeña, como planeando una estadía corta — y caminó hacia la puerta. Cada crujido de la gravilla bajo sus zapatos parecía profanar un silencio sagrado. Se sentía juzgado por la casa, las ventanas y puerta hacían una cara que destilaba veneno y rencor por si sola. La casa lo observaba con sus ventanas ciegas, como los ojos de un animal muerto.

Abrió la puerta seguido del llanto de la misma; dentro, el tiempo se había detenido. El polvo danzaba en los rayos de luz tenue que se filtraban por las persianas semi cerradas. Y olía a naftalina, a hierbas secas.

Recorrió la sala de estar, sus dedos rozando el respaldo del sillón de terciopelo desgastado donde su abuela solía sentarse a tejer. Por un momento, casi podía verla, una figura menuda y enigmática que siempre parecía estar escuchando algo que él no podía oír. Se sentó en el viejo sillón, nunca supo porque era el favorito de su abuela. Elías recuerda que su abuela pasaba las horas en el, cerro los ojos y los recuerdos llegaron, fugaces, cortos, rotos por el tiempo, pero no importa.

Su misión era simple: empacar lo poco de valor, firmar los papeles y poner punto final a este capítulo de su vida. Tenía un presente y futuro prometedor. La lógica era su refugio. Director de proyectos en una empresa de software, hombre de datos y realidades tangibles. Todo esto —el pueblo, la casa, los recuerdos— eran solo variables sentimentales en una ecuación que ya había resuelto.

No había espacio para ello.

Decidió no perder el tiempo. Tomó la maleta y subió al segundo piso, buscó la habitación menos dañada por el tiempo y se instaló en ella. No podía esperar para terminar todo, pero hoy solo descansaría; el viaje lo había dejado agotado, y la pesadez física era más fuerte que la emocional. Desempacó lo poco que la maleta contenía. El ropero viejo y lleno de astillas le dijo hola a sus prendas planchadas y de buen ver, un contraste absurdo contra la decadencia, además de pincharle los dedos.

Elías suspiró, un sonido que se perdió en el vacío de la habitación. Decidió darse un baño y dormir. El pueblo no le ofrecería noches alegres como la ciudad, y menos los vecinos lo recibirían con besos y abrazos. Era un recuerdo, un fantasma de un pasado que todos aquí parecían querer olvidar. Se había ido hace tanto que nadie con dos dedos de frente —sus viejos amigos, compañeros de la escuela— se habría quedado en un lugar como este.

Salió del baño y listo para dormir Elías bajo a la cocina ya que una inquietud lo llevó de vuelta a la planta baja, y de allí, un pensamiento le asaltó, el único lugar que no había revisado: el desván.

Aun no era de noche, pero el cansancio hizo que Elías no pensará en revisar el desván, ratas y bichos no era algo que él amara ver a estas horas del día.

Miro la ventana, en pocas horas, el sol se ocultaría, y con eso, a Elías se quedaría sin cualquier atisbo de normalidad.

El sofá en la sala, largo y gastado le llamo la atención, decido quedarse un rato y pensar las cosas un poco. No recordó dejarse caer en el sueño profundo en el sofá largo de la abuela. Volvió a mirar la sala dejando que un pesado sentimiento agitara en su pecho no presto atención a ello y fue a buscar su teléfono, tenía que ver los mensajes perdidos, sabía que tenía que responder algunos y entrar a su correo electrónico.

La escalera gimió bajo su peso, cada peldaño una protesta. Cuando llego al resquicio noto como seguían las escaleras para ir al desván, las subió sin pensar de más, y sintió que el aire allí era aún más denso, cargado con el aroma penetrante, el olor a pino, que su abuela usaba para ahuyentar a las polillas y algo más… el frío hizo que un escalofrío le recorrió el cuerpo, rápidamente toco el interruptor de la luz. Noto las cajas apiladas, muebles viejos cubiertos con sábanas como fantasmas. Y en la ventana más angosta, la que daba de lleno al Bosque Viejo del pueblo, encontró algo peculiar.




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