La Ofrenda del Pacto Ancestral

Capitulo 2

Capítulo 2: La Ira del Árbol Caído

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La tormenta llegó con la fuerza desencadenada. El viento soplaba alrededor de la casa, sacudiendo los marcos de las ventanas, como algunas puertas de madera. Cada ráfaga traía consigo el crujir quejumbroso de las ramas del Bosque Viejo, un sonido que a Elías le parecía cada vez menos casual y más intencionado, como si el propio bosque estuviera probando la resistencia de la vieja casa.

Elías se había preparado para la lluvia, de camino al pueblo la radio menciono el estado del tiempo, así que después de la noche tan terrible que paso, se dispuso a ir temprano a la pequeña tienda, así que entrada la mañana hizo sus recados, ya que aun con los recuerdos teñidos del frío horror y atrapado en el terror con su la vena escéptica que lo caracterizaba, se negaba aun a creer del todo lo ocurrido.

Ahora sentado en la cocina, Elías apretó la taza de café frío entre sus manos, intentando que el temblor cesara. La lluvia no dejaba de golpetear el techo, más de ocho horas seguidas de constante golpeteo lo tenían loco.

'Es solo una tormenta'— se repitió, pero las palabras resonaban huecas en su mente.

Sentado a la mesa de la cocina, con una lámpara como única compañía contra la oscuridad que empezaba a comerse el día dejado por la lluvia. El Torrente de lluvia dejo sin energía a casi todo el pueblo sumido lo próximamente en la oscuridad.

Elías tenía el diario de su abuela abierto frente a él. La lógica luchaba una batalla perdida contra el frío escalofrío que le recorría la espalda. El tic tac del reloj arriba de la puerta se perdía y sus ojos escaneaban cada página del diario.

No eran solo las notas sobre la vela y las voces. Eran los meticulosos registros. Página tras página, durante décadas, Agnes, su abuela, había anotado una sola y aterradora línea en cada uno de noviembre: "La ofrenda fue aceptada. Silencio por un año más." Nunca detalló qué o quién era la ofrenda, pero la constancia era monstruosa.

—¿Qué hiciste, abuela? —murmuró, frotándose los ojos.

Un estruendo repentino, tan feroz que hizo temblar el suelo, lo sacó de su asiento. No fue un trueno, de eso estaba seguro, fue un sonido de un impacto masivo, de madera quebrándose, que vino directamente del jardín delantero.

Se levantó de golpe.

El corazón le golpeó las costillas. Agarró una linterna potente de la cocina y, con un nudo en la garganta, se acercó a la ventana. La lluvia torrencial empañaba el cristal, distorsionando el exterior como una pesadilla acuosa. La frente choco con el cristal, afuera todo era gris, apenas podía ver algo.

Apuntó con el haz de luz, pero este solo reboto en el vidrío destorciendo más la imagen. Su escepticismo se resquebrajaba como el hormigón en cada escrito de ese odioso diario.

Aun así lo vio, allí, cruzando el camino de entrada de la casa, como una barrera gigantesca, yacía el viejo roble. No había sido arrancado de raíz por el viento. Parecía... derribado. Su madera, ahora horizontal, bloqueaba por completo la salida. ¡Era imposible! El árbol había estado sano, a una distancia considerable de la casa. ¿Cómo pudo pasar?

Una sensación de pánico claustrofóbico comenzó a apretarle el pecho. No era una casualidad. ¡Era un mensaje!

Estás atrapado aquí.

Fue entonces cuando lo oyó. Por encima de la tormenta, un sonido se filtró, claro y nítido. Y estaba seguro que no era el viento.

...Elías...

Era la voz de su abuela, Agnes. Débil, apagada por la lluvia, pero inconfundible. Venía del límite del bosque, justo donde la oscuridad se volvía absoluta. No sabía cómo lo sabía, pero estaba seguro de ello. Esa voz, venía de ese sendero. Como podía oírla tan nítida, era un misterio.

...Elías, ayúdame... me he caído...

La sangre heló en sus venas. La nota de la abuela resonó en su mente: "No contestes. No importa qué voz uses, no es real." Apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas. Era una alucinación —se repitió —un truco de la mente cansada y el estrés.

...Mi niño, tengo frío... por favor...

La voz sonaba tan vulnerable, tan humana. Un dolor punzante, muy seguro que si le pone nombre sería de culpa por no haber estado allí cuando ella murió, lo atravesó. Dio un paso involuntario hacia la puerta. Su mano se alzó, temblorosa, hacia el cerrojo. Pero otra voz, la suya propia, la del hombre racional, gritó desde el interior de su mente.

¿Cómo puede estar ahí? ¡Está muerta! ¡Es el bosque! ¡Es lo que Agnes decía en ese diario! ¡No vayas!

—No —logró decir entre dientes, clavando la mirada en la puerta de madera—. No es ella.

Negó repetidamente en su mente y el silencio que siguió fue más aterrador que haber escuchado esa la voz. Solo la tormenta seguía, como testigo muda de su pequeña victoria.

Tampoco se atrevió a apagar la linterna, que ahora daba más luz a la habitación. Dio la vuelta y salió de la cocina, con una resolución en sus ojos. Subió las escaleras hacia el desván, con cada paso, sintiendo el peso de la casa sobre sus hombros. Llego a la puerta y la abrió con fuerza, el chirrido le dio la bienvenida, miro a la ventana y la vela negra seguía en su sitio, pero la llama, que antes danzaba alta, ahora era una pequeña lengüeta azulada y temblorosa, luchando por no extinguirse en las corrientes de aire que se colaban por la madera desmejorada del desván. Elías la había encendido como precaución horas antes, ahora le daba gracias a su yo de la tarde, por haberlo hecho aun cuando una parte de él decía que no sería necesario, que todo lo ocurrido en la noche anterior fue fatiga o solo una alucinación.




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