El Peso de la Sangre
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La voz de su padre se fue desvaneciendo, tragada por la tormenta. Pero su eco permaneció, envenenando todo el lugar. Elías permaneció acurrucado contra las cajas, temblando sin control. No quería bajar, ya no podía controlarlo. Vio y escuchó, no era solo alucinaciones por el cansancio o delirios escritos por una anciana llenados en páginas de un viejo cuaderno, que llenado por curiosidad mórbida y terror a lo desconocido lo llevo a leer.
Había oído la voz, clara como el día, y había visto esa silueta amorfa, esa cosa en el vacío del bosque. Su mente —se repitió Elías—preparada para la lógica, se quebraba. Ahora solo presidía el propio instinto de sobrevivir y batallar contra el miedo y la adrenalina para mantenerse con vida.
Recogió la linterna con manos temblorosas. Su luz se convirtió en su única ancla a esa realidad retorcida que parecía haber entrado. Bajó las escaleras corriendo —como si las sombras que dejaba atrás pudieran agarrarle los talones arrastrarlo a lo desconocido—. La casa ya no era un refugio; se había convertido en una trampa y los recuerdos de él con su padre y su abuela ahora estaban infectados.
Necesitaba respuestas.
No las que ofrecían las hojas de los árboles del bosque en un susurro molesto y tétrico que podían verse moverse por las ventanas, sino las que su abuela había dejado atrás. Atravesó la casa hasta llegar de nuevo a la cocina y volvió al diario—la que consideraba la raíz de todo esto— pero ya no lo quiso leer, quería quemarlo. Quería arrogarlo por la puerta más cercana; aunque era imposible así que leyó, no como la primera vez; tampoco como ayer u horas antes, sino con la desesperación de cualquier humano perdido en el desiertito, o como un hombre condenado a la pena de muerte. Ya que se sentía así. Buscó en las páginas anteriores, desde el inicio, hacia la última entrada, hurgando en los años, buscando el origen de todo eso.
Encontró una entrada, fechada cincuenta años atrás, que le heló la sangre. La caligrafía de Agnes era diferente, más firme y la tinta parecía manchada, quizás por lágrimas o solo el tiempo hizo su trabajo y la estaba borrando.
"31 de octubre, finales de otoño.
Papá no regresó del bosque anoche. Mamá no llora. Dice que era su turno. Que el Pacto de la Cosecha exige un alma cada año a cambio de que los Ecos no entren al pueblo.
Él se ofreció para salvar a Thomas, mi hermano pequeño. Le pregunté a qué se ofreció. Ella solo señaló la vela negra en el desván. 'Esa es nuestra parte. Mantener la llama encendida y la ofrenda fuera'.
No lo entiendo. ¿Qué ofrenda? Esta noche, oí a papá llamarme desde el bosque. Sonaba tan real... Pero mamá me ató a la silla. Dijo que no era él. Dijo que los Ecos no tienen forma, solo hambre, y que usan nuestras memorias para manipularnos."
Elías dejó el diario, asqueado.
No era algo repentino, sino una maldición que venía de una generación más atrás. Era prácticamente una tradición familiar. Su bisabuelo había sido una ofrenda —voluntaria— pero ofrenda al final del día. Su abuela había sido criada con esa pesadilla. Y su padre... ¿Lo sabría? ¿Por eso se fue de Duskwood? ¿Por eso apenas hablaba de su infancia? ¿Por eso su madre no volvió a llevarlo con la abuela?
Su padre decidió irse a la ciudad donde conoció a su madre… ¿acaso huida de todo? Fue consciente de todo lo que pasada, ¿de los secretos de Agnes?
Su madre después de la muerte de su padre, llamo a Agnes, el dolor hizo que hablaran, pero no visito el pueblo. Miro otra vez el diario, cerrado ahora y con el marca páginas saliendo de el. Y pensó, que sí, había heredado una casa, pero también una deuda, una que parece se paga con sangre.
Un nuevo sonido cortó la noche, diferente a todo lo anterior. No era un susurro, ni un quejido del viento nada que pudiera llamar natural. Quiso moverse, pero un golpe en la puerta, uno seco, contundente contra la puerta principal le asalto.
¡THUMP!
Elías se quedó paralizado. Y con la linterna apuntó instintivamente hacia el pasillo.
¡THUMP!
No era el viento, ni una rama que haya salido contra el. Era un impacto. Algo o alguien estaba al otro lado.
Se acercó sigilosamente al recibidor, con el corazón martilleándole los oídos. Sus manos frías sujetaban la linterna y acercandose a la puerta, a través de la mirilla, solo vio la oscuridad deformada de la noche. Pero entonces, algo paso.
No fue una aparición espectral. O una figura que saliera de la nada. Fue un olor. El mismo olor dulzón que sintió cuando llego por primera vez a la casa, ese olor al cual no le prestó atención hace dos días, pero ahora estaba concentrado, llenando la casa, abrumando sus sentidos. Y entonces, una voz.
No una imitación.
Era un chirrido áspero, un sonido que no pertenecía a ningún humano, estaba seguro, pero que formaba palabras con terrible claridad.
—Abre… la puerta…, — chirrió la cosa desde el otro lado—. Es… tu… turno…, Elías.
El terror lo atravesó.
Sabían que estaba ahí. Conocían el pacto o lo que fuera que su abuela tenía con ellos. Y como heredero parecían creer que él tenía algo que pagar.
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Editado: 02.11.2025