La Ofrenda del Pacto Ancestral

Capítulo 4

El Umbral Cruzado

.

El silencio era una trampa.

Elías permaneció inmóvil, sus manos acurrucadas alrededor de la llama de la vela negra. El único sonido era el violento latido de su propio corazón y el lejano sonido de la tormenta que empezaba a disminuir, como si hubiera cumplido su parte.

La respiración se le helaba en el aire. Creando pequeñas nubes transparentes. El frío del desván ya no era el del invierno; era un frío de tumba, profundo y estancado. Sus manos estaban heladas a pesar de tener el calor de la vela. Su frente, Elías estaba seguro que estaba sudando.

¿Se habrán ido? La esperanza, tonta y débil, brotó en su pecho por un instante. Talvez su mente creando un espacio de seguridad.

Fue entonces cuando lo oyó.

Abajo. En la planta baja.

Un crujido.

No era ningún sonido estructural de la casa vieja. Este sonido era deliberado. El sonido de un escalón —tal vez— que cedía bajo un peso cuidadoso, aquel tercer peldaño de la escalera principal, el que siempre soltaba un quejido particular cuando él lo pisaba.

No. No es posible. La puerta... — Inmediatamente lo pensó. Su mirada se clavó en la entrada del desván, en la oscuridad del rellano. No se había atrevido a cerrarla con llave. Ahora esa puerta era la entrada perfecta para el horror.

Otro crujido. Un peldaño más arriba.

Había entrado.

Estaba subiendo.

El pensamiento racional se perdió, reemplazado por un puro terror. Un zumbido llenó sus oídos. Sintió el impulso primitivo de huir, de esconderse, pero sus piernas parecían de plomo. ¿A dónde ir? La única salida era la ventana, a dos pisos de altura, ¡hacia el bosque que lo acechaba! Donde correr, ¿a la calle oscura y sola? ¿a una casa de vecinos alejados? ¡A dónde!

La llama de la vela parpadeó violentamente, chisporroteando como si estuviera siendo sofocada por una presencia invisible. La oscuridad a su alrededor se espesó, volviéndose palpable, pesada.

—La vela... —susurró para sí, con la voz quebrada—. Tengo que proteger la vela. —. Era un mantra que se decía.

Era lo único que quedaba de las reglas de su abuela. La última defensa. Se agachó con vela en mano, haciendo de su cuerpo un escudo alrededor de la pequeña vela, su espalda expuesta a la puerta abierta.

Cada pelo de su nuca se erizó. Podía sentirlo. Una presión en el aire, una estática cargada en el aire que le erizaba la piel.

El crujido de los pasos cesó.

Había llegado al rellano.

Elías contuvo la respiración, los ojos clavados en el baile de la llama. Lo sintió, el olor que estaba seguro empezaría a odiar, ese dulce olor, que antes ataco sus sentidos, ahora llenaba el desván, denso y asfixiante.

Aun de espaldas a la puerta movió su cabeza para por encima de su hombro y entonces, la sombra se proyectó en el suelo del pasillo, alargándose lentamente hasta el umbral de la puerta del desván.

No tenía la forma de una persona. Era una mancha alargada y retorcida, una silueta que se movía con una fluidez antinatural, como humo espeso. No reflejaba nada que hubiera en el pasillo.

Regreso su vista a la flama y paso saliva, pero Elías giró la cabeza, forzado por una horrorosa fascinación.

Allí, enmarcada en la puerta, estaba la figura.

No era algo translúcido. Era una mancha. Una oscuridad más profunda que la noche misma, con una altura que parecía rozar el techo. No tenía rasgos, solo una impresión de cabeza alargada y miembros demasiado largos y delgados. Y donde deberían estar los ojos, se dibujaban dos puntos de una negrura absoluta, como pozos sin fondo, lo miraban fijamente.

No hizo ningún movimiento para entrar. Solo se quedó allí, en el umbral, observando.

Pero Elías podía sentirlo en su mente. Una presión fría que se colaba en sus pensamientos, hurgando, buscando. No eran palabras, sino percepciones, imágenes forzadas que brotaban en su cabeza contra su voluntad. Mostrando una vida, en forma de película vieja.

Vio a su padre, no como lo recordaba, sino pálido y con los ojos vacíos, tendiendo una mano desde la oscuridad del bosque. Vio a su abuela, joven y aterrorizada, llorando en este mismo desván.
Oyó el susurro de mil voces superpuestas, todas las que había usado el Eco o lo que fuera, a lo largo de los años, un coro de voces desesperadas. Todas las victimas que su abuela llevo a esa cosa.

Era un depredador que no atacaba el cuerpo, sino el alma. Se alimentaba del dolor, la culpa y el miedo.

Y él tenía mucho miedo.

—Sal —logró decir Elías, con un hilo de voz. — Vete. — dando pequeños pasos hacia el costado.

La figura en el umbral se inclinó ligeramente hacia adelante. La sombra que proyectaba se alargó, avanzando por el suelo del desván como una mancha de aceite. No hacia él, no hacia la ventana.

Hacia la vela.

La llama de la vela negra se encogió hasta convertirse en un simple punto de luz azul, parecía un milagro que aun estuviera encendida. El frío se intensificó, haciéndole castañear los dientes y partir los labios.




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