El Precio de la Sangre
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El instinto de supervivencia, es más fuerte que el miedo paralizante, y estalló en Elías. Ya no era un hombre racional, sino uno acorralado, protegiendo su última chispa de vida. Literal. La vela aún estaba encendida, milagrosamente.
—¡No! —gritó, y su voz, cargada de una rabia desesperada, resonó en el pequeño desván con una fuerza que pareció hacer vacilar a la misma figura oscura.
Se abalanzó hacia adelante, no hacia la entidad, sino hacia la mancha de sombra que se extendía como un tentáculo hacia la vela. Alzó la linterna y la estampó con toda su fuerza contra el suelo de madera, justo en la esquina donde la sombra avanzada.
El impacto sonó como un disparo. El haz de luz se agitó de forma errática, iluminando por un instante la figura en la puerta. Y en esa fracción de segundo, Elías juró verla… parpadear. Como una imagen proyectada que tenía estática y perdía señal. No era completamente sólida. La luz, o quizás el acto de desafío violento, la afectaba.
Un sonido surgió de la entidad, un silbido agudo y furioso que no provenía de ningún humano, sino que parecía rasgar el tejido mismo del aire. La sombra en el suelo retrocedió como un animal herido.
Pero la victoria fue efímera.
La figura en el umbral se irguió aún más, su presencia llenando completamente el marco de la puerta. La presión en la mente de Elías se intensificó, volviéndose un dolor punzante en sus sienes. Las voces en su cabeza se elevaron a un griterío, un torrente de súplicas, llantos y amenazas de todas las ofrendas pasadas. Era el peso de décadas de dolor, y ahora caía completo sobre él.
—Únete a nosotros, Elías…
—La sangre siempre paga su deuda…
—Es tu turno, mi niño… ven conmigo…— esta última, con la voz de Agnes.
Elías cayó de rodillas, llevándose las manos a la cabeza. La linterna rodó lejos, su haz apuntando a la pared, iluminando ahora los símbolos tallados en el marco de la ventana. Los vio brillar débilmente, como si una energía residual en ellos luchara contra la invasión.
Los símbolos. ¿Eran una barrera?
Con un esfuerzo sobrehumano, apartó la mirada de horror sujeta a la puerta y se arrastró hacia la ventana. La vela negra estaba a punto de apagarse. Su llama ya casi no existía.
—No… por favor… —suplicó, sin saber a quién se lo pedía.
Sus dedos, entumecidos por el frío, encontraron un pequeño cuchillo en el suelo del desván. Sin pensarlo, e impulsado por una memoria que no poseía, comenzó a rascar con la punta del cuchillo el marco de la ventana, sobre los símbolos desgastados. No sabía lo que hacía, solo repetía las formas que había visto, profundizando los surcos, renovando esas marcas.
Cada arañazo en la madera era un acto de fe. Rezando a lo que fuera, a una entidad mayor de lo que le perseguía.
La entidad emitió un nuevo sonido, un crujido seco como el de ramas quebradas. Dio un paso al frente, cruzando el umbral.
El aire del desván se congeló. La presencia física de la criatura era abrumadora. El olor a tierra húmeda y ese horrendo dulzor se hizo tan denso que Elías sintió que se ahogaba.
Pero al cruzar el umbral, los símbolos del marco de la puerta, los mismos que la ventana, que él nunca había notado, brillaron con una luz plateada y fantasmal. La criatura se detuvo, un espasmo de frustración o dolor recorriendo su forma oscura.
Era débil, pero era una barrera. Su abuela había protegido este lugar. El desván era un pequeño santuario.
Elías siguió rascando el marco de la ventana, su respiración formando nubes de vapor en el aire gélido. De repente, su mirada su mente volvió al diario, cerrado en un lugar de la cocina y la frase de su abuela: —Dios mío, he condenado a mi propia sangre. —
Y entonces, lo entendió todo.
El pacto no era solo para mantener a los Ecos a raya. Era un trueque. Un alma de la familia por… ¿qué? ¿Por la seguridad del pueblo? ¿Por el poder? ¿O simplemente por la supervivencia de la propia Agnes, año tras año? Ella había elegido salvarse a sí misma y a su hijo, condenando a extraños y, finalmente, a su propio nieto.
Había perpetuado el ciclo.
Una furia fría, más poderosa que el miedo, lo invadió. No era solo la rabia contra la criatura, sino contra la abuela que lo había entregado, contra la maldición que lo había elegido sin su consentimiento.
—¡No! —gritó, ahora con una voz firme y cargada de odio—. ¡Yo no soy tu ofrenda!
Se puso de pie, enfrentando a la entidad. Ya no se arrastró. Caminó, tambaleante pero decidido, hacia el centro del desván, interponiéndose entre la criatura y la vela.
—Esta casa… esta maldición… —dijo, clavando la mirada en los pozos negros que eran sus ojos—. ¡Termina conmigo!
La criatura se quedó inmóvil. El griterío en su mente cesó. El silencio lleno el desván, el Eco, como fue nombrado en las páginas de Agnes lo observaba, y Elías sintió que era la primera vez que lo veía de verdad.
No como una presa.
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Editado: 02.11.2025