La Ofrenda del Pacto Ancestral

Capítulo 8

La Cosecha del Wendigo

El frío no era del otoño, sino del vacío, del hambre infinita, y había descendido sobre Duskwood como una sábana. Las ventanas de las casas estaban selladas con tablas y cruces de sal, pero todos sabían que eran gestos inútiles, como encontrar un faro en medio de la niebla.

Elías ya no luchaba. Dejo de hacerlo desde que pensó que este escenario sería un resultado tras la reunión en la iglesia.

La fuerza bruta de los hombres a los que había saludado con cortesía días anteriores lo arrastraba sin contemplaciones. Ben Mills, el Sheriff, miraba hacia otro lado, su leyenda cobraba vida y ahora los enterrada bajo el miedo. Fue el viejo Walter, con sus lágrimas de cocodrilo y sus manos temblorosas, quien ató sus muñecas con una cuerda áspera.

—Es por el bien de todos, muchacho. La Cosecha no puede fallar —murmuró, evitando su mirada.

—Ustedes son peores de lo que habita el bosque —escupió Elías, con una voz ya vacía de todo menos de desprecio—. Al menos él sigue su naturaleza. Ustedes traicionan la suya.

Lo arrastraron hasta el lindero donde el césped bien cuidado del pueblo se desgarraba contra la espesura primigenia del Bosque Viejo. Allí, clavado en la tierra, había un poste de madera negruzca, gastado por décadas de intemperie y algo más: manchas oscuras que Elías supo, con un vuelco de náusea, que no eran de resina o cal.

Mientras lo sujetaban contra el poste, la calma extraña y fatalista que invadió a Elías horas antes, paso al miedo, se transformó en una lucidez desgarradora. Miró a los rostros contraídos por el pánico de sus captores y supo que no eran más que herramientas.

Carnada para atraer al verdadero depredador.

Walter encendió una vela negra nueva y la colocó a sus pies, en un pequeño círculo de piedras.

—Con esto, llamamos a la cosecha —dijo, y su voz era un quejido—. Con esto, restablecemos el pacto.

—¿Y qué pactaron? —preguntó Elías, su voz sorprendentemente clara en el silencio gélido—. ¿A cambio de qué vendieron sus almas?

—¡A cambio de vivir! —gritó una mujer desde la turba, su rostro descompuesto por el terror—. ¡A cambio de que nuestros hijos no escuchen sus voces en la noche!

De repente, el viento murió.

El bosque enmudeció por completo. Ni un insecto, ni una hoja. Solo el crujido de la nieve bajo las botas de los aldeanos que comenzaban a retroceder, a alejarse de él, dejándolo solo en el claro.

La vela negra se apagó de un soplido, como si alguien hubiera inhalado su llama.

Y entonces, Elías lo sintió. Una presencia tan vasta y antigua que hacía que el Eco de la casa pareciera pequeño. Era él en toda su gloria, poder, naturaleza. El depredador del cual las páginas del diario de Agnes hablaban, la verdadera forma y poder pronto estaría frente a todos.

El aire se distorsionó frente a él. La oscuridad se condensó, no en una forma humanoide, sino en algo más terrible, más bestial. Una silueta alta y esquelética, con una cabeza que era casi un cráneo de alce antinaturalmente alargado. Donde debería haber ojos, ardía un fuego pálido y hambriento. De su boca abierta, un hedor a carne podrida y nieve antigua inundó la luz. Sus extremidades, larguísimas, terminaban en garras que parecían rasgar la propia realidad.

No era un fantasma. Era una fuerza de la naturaleza pervertida. La encarnación del hambre que nunca se sacia.

Y en ese momento, no fue que lo viera, sino que el conocimiento le fue impreso en la mente, una verdad absoluta y devastadora que le quemó el alma. El diario de Agnes, los símbolos, los susurros... todo encajó.

Wendigo... —logró exhalar Elías, y el nombre mismo sabía a ceniza y desesperación en sus labios.

No era un mito.

Era el comedor de almas.

El devorador de esperanza.

El pacto no era un trueque. Era un tributo. Un tributo para que esta hambre primordial se conformara con una sola alma al año, en lugar de devorar el pueblo entero.

La criatura giró su cabeza antinatural hacia él. Los ojos de fuego lo atravesaron, midiendo no su cuerpo, sino el sabor de su terror, de su resistencia, de su alma. No había ira, solo una curiosidad infinita y famélica.

Elías comprendió entonces la verdad más horrible del día: él no era una víctima de una maldición. Era el plato principal de un banquete.

Walter, desde la seguridad de la distancia, encendió otra vela. Una vela blanca, la señal de que la ofrenda había sido aceptada.

El Wendigo emitió un sonido que no era un gruñido, sino el crujido de un peso moviéndose sobre huesos. Dio un paso hacia Elías. Las garras se alzaron, no con rabia, sino con la languidez de un gourmet a punto de degustar.

Elías no gritó. Miró fijamente a los ojos de fuego pálido, cargando su mirada con todo el odio y la compasión que le quedaban por la gente que lo había condenado.

—Sáciate —susurró, su último acto de desafío.

La oscuridad lo envolvió.

No fue un dolor físico, sino una agonía espiritual, la sensación de ser deshilachado, de que cada recuerdo, cada emoción, cada esencia de su ser era arrancada y devorada por esa hambre infinita.




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