La Ofrenda del Pacto Ancestral

Epílogo

Festín

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—Sáciate —susurró, su último acto de desafío.

La oscuridad lo envolvió.

No hubo dolor.

No fue un dolor físico, sino una agonía espiritual, la sensación de ser deshilachado, de que cada recuerdo, cada emoción, cada esencia de su ser era arrancada y devorada por esa hambre infinita.

O tal vez sí, pero fue todo tan ajeno que la mente humana de Elías no tenía forma de registrarlo. Fue un deshacerse, un descoserse de todo lo que alguna vez fue Elías Blackwood.

La última cosa que vio Elías, antes de que su conciencia se disolviera en el vacío, fue al viejo Walter, con lágrimas secas en el rostro, anotando algo en un pequeño libro.

Pero en el instante final, en el preciso momento en que su alma fue arrancada del mundo para ser devorada, le fue concedida una visión. No una de cielo o infierno, sino la verdadera naturaleza del hambre que lo consumía.

La bestia esquelética, el cráneo de alce y las garras, se desvaneció como humo. En su lugar, de pie frente a él, había un hombre.

Era demasiado guapo, etéreo, para ser real. Una elegancia esculpida en líneas imposibles, con un traje oscuro y elegante, que se fundía con las sombras del bosque. Su rostro era pálido y perfecto, con pómulos altos y una sonrisa tan sutil como letal. Sus ojos... sus ojos seguían siendo esos pozos de fuego pálido, la única concesión a la monstruosidad infinita que se ocultaba bajo la máscara de la belleza.

Era el Wendigo en su forma más pura: no un monstruo de pesadilla, sino una tentación. La elegancia de la depredación absoluta.

«Vaya —pensó como último vestigio la conciencia de Elías, con una claridad absurda y tranquila—. Si fuera una chica, probablemente me habría enamorado de esta cosa. Y hubieran creado libros estereotipados, que el amor lo vence todo. O cualquier cursilería.
Qué ironía más estúpida.»

El hombre elegante, el devorador de almas, inclinó ligeramente la cabeza. No con respeto, sino con curiosidad, será que podía leer o sentir lo que pensaba sus víctimas. Y entonces, abrió su boca para una cena que no era de carne, sino de esencia.

La visión se desvaneció, y con ella, Elías.

Pero su conciencia, ahora disuelta en el hambre del Wendigo, retuvo un último y cruel conocimiento. No era un conocimiento de venganza, sino de un patrón, de un ciclo. El Sheriff, Ben Mills, con sus manos temblorosas y su mirada evitada, no se salvaría. Haber entregado la ofrenda no lo convertía en un aliado; solo lo marcaba como el próximo anfitrión. El que carga con la culpa y la logística del sacrificio. Y la culpa, para el Wendigo, era un condimento exquisito.

Elías supo, con la certeza fría de quien ya no tiene nada que perder, que la elegancia del hombre del traje oscuro pronto se fijaría en Mills. Y después, en los hijos de Mills. Y en los nietos de Walter. La semilla del miedo ya estaba plantada en ellos, y el Wendigo era un jardinero infinitamente paciente.

El monstruo no solo se alimentaba de almas. Se alimentaba de líneas sanguíneas, de promesas rotas y de secretos que se transmitían como herencias envenenadas.

En el pueblo, celebraron su falsa paz. Pero en la profundidad del Bosque Viejo, el hombre elegante esperaba, sonriendo. El banquete, después de todo, era eterno.




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