La Ofrenda del Pacto Ancestral

Bonus

Hambre Eterna

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Ellos creen que soy un monstruo.

Una bestia del hambre.

No están del todo equivocados, pero su comprensión es tan pequeña como sus vidas efímeras.

Un suspiro que alguna deidad hizo en su aburrimiento. Patético.

Antes de que este pueblo, Duskwood, ni fuera un sueño en la mente de un granjero; antes de que los humanos dividieran el tiempo en siglos, yo era libre. No era un —qué—, sino un —quién—. Un espíritu de los picos más altos, de los vientos que cortan como cuchillas, de la cacería bajo la luna fría. Era la encarnación del invierno, un depredador en un mundo de presas, un dios menor en el vasto panteón de lo salvaje.

No perdí.

Fui encadenado.

Fueron los primeros que llegaron, los que se autodenominaron —Fundadores—. No con hachas, sino con símbolos. No con fuerza bruta, sino con un robo vil. Invocaron una magia antigua, poderes sagrados que ni ellos comprendían, y ataron mi esencia a esta tierra, a este bosque. Robaron mi libertad y mi dominio sobre el invierno infinito, y la redujeron a estos pocos acres de árboles que ahora mueren conmigo.

¿Motivo? Egoísmo, puro egoísmo.

No querían matarme. Eran demasiado avariciosos para eso. Querían controlar lo que podía hacer. Querían asegurar sus cosechas, su calorcito de sol de verano, su vida tan mediocre. El pacto no fue su súplica... fue su trampa. Me ofrecieron una sola alma al año — La Cosecha— la llamaron, a cambio de contener mi esencia dentro de estos límites. Un tributo según ellos para no desatar el verdadero frío que llevo dentro, el que puede congelar un continente. Y si deseo desaparecerlos.

Al principio, me reí de su arrogancia. ¿Una sola alma para contenerme?

Humanos idiotas.

Pero la prisión era fuerte. Y el hambre... el hambre es lo único que no me pudieron quitar. De hecho, es lo único que me queda. La hambruna eterna que define a mi raza se volvió mi única compañía, creciendo en esta jaula verde. Ya no cazo por instinto. Devoro por desesperación. Por aburrimiento. Por el odio silencioso que ha crecido en mí durante siglos.

Así que los torturo. No por placer, al menos no al principio. Simplemente cobro impuestos. Ellos son los “carceleros” que habitan justo fuera de los barrotes de mi celda. Su aldea prospera porque yo estoy aquí, “encadenado”, y su —pacto— es solo el precio que pagan por vivir cerca mío. Cada alma que tomo es un pequeño desgaste en los barrotes. Un recordatorio para ellos de que su seguridad es una ilusión prestada.

Ahora…

El chico, Elías... su alma tenía un sabor peculiar. No era el miedo resignado de los otros. Había rabia en él. Y una chispa de comprensión, justo al final. Cuando me miró y vio la elegancia bajo el horror, supo que no estaba frente a un simple animal, sino frente a su carcelero.

Por eso los elegantes, los que organizan el sacrificio, como el Sheriff... su culpa es un manjar. Es el sabor de la complicidad, del conocimiento de que su prosperidad está manchada. Ellos, más que nadie, recuerdan que soy un prisionero de guerra, y que ellos son los descendientes de mis captores.

Así que espero. Aquí, en mi bosque-cárcel. La próxima Cosecha que llegará al final del mes de las calabazas. Y la siguiente. Yo estaré aquí, el dios olvidado del invierno, reducido a un fantasma hambriento, cobrando los impuestos de mi propio encarcelamiento, esperando el día en que el miedo de mis carceleros no sea suficiente para sostener los barrotes.

Y que mi alma este tan llena y fuerte para no solo tomar esa pobre alma, sino, todo lo que es este pueblo.

Duskwood, dejara de existir y yo seré libre.

Porque todo es perspectiva, soy un monstruo encerrado, o solo soy un carcelero que una vez al año pasa por esta gran celda, llamada Duskwood, que las personas que la habitan creen erróneamente que están libres, cuando es todo lo contrario.




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