Mientras hablaba, el viejo había presionado un botón en la pared y Alexandra no tardó en aparecer con una enorme sonrisa optimista en su rostro.
—Al, mi querida hija— comenzó el Mayor—, muéstrale al señor Vigía la escuela.
—Con gusto, padre— asintió ella—. Comeremos en una hora— anunció luego.
—Que dure una hora el paseo entonces, luego agasajaremos a tan especial huésped.
—Avisaré a la cocina.
—No te molestes. Yo me encargaré de eso— contestó el viejo.
Alexandra y Art comenzaron el recorrido.
Lo primero fueron las aulas: niños leyendo los viejos signos que él mismo había tenido que aprender a leer cuando decidió ser Vigía; niños atendiendo en silencio las palabras de sus maestros. Parecía un paraíso. Pero Art había vivido lo suficiente como para saber que en la vida no hay un paraíso absoluto. Como muestrario artificial, aquello era perfecto y bastante convincente. Pero Art había aprendido a no confiar, a no dejar que nada positivo entrara en su corazón y tratara de convencerlo de que podía existir un mundo mejor.
—¿No es maravilloso?— preguntó ella, extasiada.
—Sí— murmuró él, no muy entusiasmado.
—¿Qué te sucede? ¿No fuiste tú el que habló de compartir el conocimiento? ¿No te parece hermoso?
—Sí, desde luego— vaciló un momento—. No me hagas caso, es que todo esto me parece tan fantástico... Aún no puedo creer que sea verdad. Es tan perfecto...
—Lo es— aseguró ella—. Y aún no lo has visto todo... Ven, te mostraré algo que te sorprenderá. Sígueme.
—Claro.
Ella caminó por muchos pasillos y él la siguió de cerca. Pronto, ella se detuvo ante una de tantas puertas cerradas, extrajo una llavecita especial de entre sus ropas y la introdujo en la cerradura de la puerta. Alexandra empujó suavemente la puerta, dejando ver una pequeña sala iluminada. Entraron. En el centro de la sala había un bulto cubierto con una tela blanca.
—Ven, acércate— lo animó ella, mientras quitaba la tela, dejando ver un artefacto de extrañas formas. Una de las partes del artefacto era como de vidrio y había otra parte muy delgada llena de botones con diversos signos, algunos conocidos, otros completamente extraños.
—¿Sabes lo que es?— preguntó ella.
El se mantuvo en silencio un momento, extasiado, sin poder salir del asombro. Se acercó lentamente al artefacto, pero no se atrevió a tocarlo.
—Es... esto es...— tartamudeó— ¿una... una computadora?— produjo al fin.
—Sí— asintió ella con orgullo.
—Pero... ¿Cómo es posible...?— murmuró él.
—¿No es maravillosa?— preguntó ella.
—Absolutamente— aseguró él, aún ensimismado y sin quitar la vista del aparato.
—¿Funciona?— inquirió tímidamente.
—No lo sabemos— admitió ella con tristeza—, pero la estamos estudiando, y cada vez estamos más cerca de descubrir cómo funciona— agregó con animación.