La Orden de los Vigías

PARTE 5

Después de comer, llevaron a Art a su habitación, y como éste expresó su deseo de dormir, lo dejaron solo.

            Art no bromeaba acerca de su talento, en verdad podía sentir el peligro. Lo peor de todo es que lo sentía en aquel lugar. Algo no estaba bien. Sus hermanos Vigías le habían inculcado la necesidad de difundir el saber a todos: ¿Por qué sus niños no podían venir a ser educados en aquel magnífico refugio? ¿Qué era todo aquello de personas puras y contaminadas? Algo estaba podrido en aquel lugar, pero ¿qué? Aquella sensación de estar rodeado de peligro no dejaba nada tranquilo a Art, así que decidió salir a investigar.

            Entreabrió la puerta y espió el corredor: nadie a la vista.

            —Muy bien— pensó Art, deslizándose hacia el pasillo—. El comedor estaba en esa dirección, así que tomaremos la contraria para ver adónde nos lleva.

            Y Art echó a caminar con sigilo. Aquel lugar era un maldito laberinto. Al principio, había comenzado a contar las puertas cerradas y a llevar en su memoria todas las veces que había doblado a noventa grados y hacia dónde, pero luego lo abandonó. Todo el lugar era demasiado confuso, y todo lo que veía eran puertas y más puertas, todas ellas cerradas.

            —Bueno, Art— se dijo—, ¿qué esperabas encontrar? Si no te atreves a abrir ninguna de esas puertas, esto no te llevará a ningún lado.

            Art volvió sobre sus pasos unos metros, reflexionando sobre cuál puerta abrir. No podía equivocarse: si por casualidad entraba en la habitación del Vigía Mayor, ¿qué excusa le daría?

            Mientras pensaba en esto, escuchó el sonido de una de las puertas que se abría. Sin pensarlo dos veces, Art corrió en sentido contrario y se ocultó en un pasillo perpendicular a aquél. Esperó, con el corazón agitado. Escuchó unos pasos despreocupados. Art suspiró, quienquiera que fuera, no lo había visto. Aún cabía la posibilidad de que doblara por aquel pasillo dónde él se había escondido y lo viera allí agazapado... Pero el sujeto pasó de largo. Era un joven esbelto de tez blanca y cabello rubio prolijamente recortado, y su rostro... Art había visto ese rostro antes... Sí, estaba seguro, pero ¿dónde?

            —Art— pensó—, eres un estúpido y estás paranoico. Desconfías hasta de tu propia sombra, seguramente viste al tipo en el comedor.

            Bueno, después de todo, ahora sabía de una puerta que podía abrir sin que su ocupante lo interrogara. Necesitaba algún plano del lugar, tal vez el rubio guardaba alguno en aquella habitación. Art se acercó a la puerta y apoyó el oído: ningún sonido. La abrió de un golpe y la cerró rápidamente tras él. Un grito agudo de mujer lo dejó paralizado en medio de la habitación: entre las sábanas de la cama asomaba Carla,  aquella jovencita que había salido a recibir a Alexandra.

            —Lo siento— atinó a decir Art y dio media vuelta.

            —Espera, no te vayas— le pidió ella.

            Art se detuvo, pero siguió de espaldas a ella. Ella aprovechó a vestirse y saltó de la cama para ir a pararse justo frente a él.

            —Te preguntarás qué estoy haciendo aquí— comenzó él, tratando de ganar tiempo para maquinar una excusa plausible.

            —Supongo que saliste a curiosear. ¿No te dijo el Vigía Mayor que éste no era un lugar por el cual se podía andar de paseo?

            —Bueno, no... Salí de mi habitación a caminar un poco y me perdí... Yo... yo... estaba convencido de que esta era mi habitación... Yo no tenía idea de que era la tuya— tartamudeó él patéticamente.

            —En realidad no es mi habitación sino la de Destian.




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