Art entró a la cocina vacía con cara de sorprendido.
—¿Qué? ¿Pensabas que no iba a poder engañarlos?— le dijo Carla.
—No es eso. Es sólo que fue tan fácil...
—Es la ventaja de tratar con seres autómatas— concluyó ella.
Art se preguntó por un fugaz momento cómo seres que leían Shakespeare podían ser autómatas. En fin, cualquier texto puede ser leído sin ser necesariamente interpretado. O bien, las interpretaciones pueden ser tergiversadas por personas ajenas al lector, sin dar lugar a que éste último forme su propia opinión, y que, en cambio, acepte como verdaderas, premisas que solo son parciales e imperfectas: ese es el poder de los MAESTROS.
Carla indicó a Art una rejilla cercana al techo, y éste se trepó a una mesa para retirarla. Pocos minutos tardó en quitar la rejilla, tironeándola en lugares clave, (tantas veces había tenido que escabullirse de los gorgs en la ciudad que ya era un experto en huidas). Un aire fresco y húmedo le llegó desde aquel negro túnel. Art calculó las dimensiones del ducto de aire y las comparó en su mente con las de su propio cuerpo.
—Avanzaremos bastante ajustados, pero creo que lo lograremos— informó él.
—Bien.
—Tú primero— indicó Art, tendiéndole la mano para ayudarla a subir a la mesa.
—¿Por qué yo?— fue la actitud infantil de ella.
—Dijiste que podías llevarme donde yo quisiera, así que irás adelante y me guiarás.
—Una cosa son los pasillos y otra el sistema de ventilación— protestó ella.
—No me vengas con eso ahora— dijo Art con seriedad, y se maldijo por haber pensado que Carla era ya una verdadera mujer.
—Lo siento— se disculpó ella—. Es sólo que tengo un poco de miedo.
Art suspiró:
—De acuerdo. ¿Crees que yo estoy feliz de la vida?
—No, pero actúas con una seguridad que...
—Carla— la cortó él—, esto no es un juego. Si mataron a mis hermanos, también son capaces de matarnos a nosotros sin el menor titubeo. Ahora, ¿deseas seguir adelante con esto o no?
—No tengo futuro aquí. Estaba decidida a partir aún antes de que tú te presentaras por aquí.
—¿Entonces?
—Guiaré— dijo ella, y tomó la mano de él, quien la ayudó a meterse por la entrada del túnel. Él la siguió sin demora.
Anduvieron arrastrándose con suma cautela, despacio, sin hacer ruido alguno que pudiera delatarlos fatalmente. Las paredes del túnel, recubierta con un frío y pulido metal, favorecieron el avance de la pareja fugitiva, pues sus ropas resbalaban con facilidad, evitando cualquier sonido demasiado fuerte que pudiera resultar sospechoso para los habitantes siempre atentos de la Morada. Gateaban sin detenerse, y el roce de las rodillas contra el metal sonaba como el tenue silbido de la respiración de un moribundo.
Carla se detuvo de pronto y atisbó una intersección, calculando su posición de acuerdo con la cantidad de metros que habían recorrido. Después de unos momentos, se decidió por la derecha y siguió avanzando con resolución. Art iba siempre detrás, sin preguntar ni cuestionar nada.
Al cabo de tres virajes y un total de aproximadamente cien metros recorridos (aunque les habían parecido quinientos), Carla divisó por fin la rejilla que daba a la biblioteca. Se asomó con cuidado y observó el recinto con una sonrisa de satisfacción.