Pasado un tiempo que pareció infinito e insuficiente a la vez, Art se levantó lentamente y escudriñó el horizonte. No había rastro de la gente de la Morada. Se sacudió la arena que se le había metido hasta en los dientes y ayudó a Carla a desenterrarse.
—Todo está bien— anunció él, ofreciéndole su mano para que se pusiera de pie.
Ella, emocionada, sólo atinó a tomar su mano y abrazarlo con fuerza.
—Ya todo está bien— repitió él con una sonrisa, correspondiendo al abrazo.
—¿Fue un sueño?— preguntó ella.
—¿Qué?
—Creí escuchar la voz de Alexandra, ¿fue un sueño?
—No, ella estuvo aquí y nos salvó la vida.
—Todavía está viva...— suspiró Carla, aliviada.
—Desde luego— afirmó él—. Ella es una persona demasiado inteligente, aún para que el Vigía Mayor pueda con ella.
—Entonces, estará bien.
—Por supuesto— aseguró él, e iniciaron nuevamente la marcha por el desierto.
Y así, andando y parando de a ratos, siguieron avanzando hasta que llegó la noche, y con ella la bendición de un cielo tachonado de estrellas, con la luna adornando aquel manto negro como una perla perfecta.
Art dejó que Carla durmiera recostada en la suave arena en aquella fresca noche, pero él se mantuvo despierto, vigilando, siempre alerta. Al cabo de dos horas, le tocó el hombro con dulzura y la despertó:
—¿Pasa algo?— dijo ella, aun entre sueños.
—Debemos continuar.
—¿De noche?— protestó ella, incorporándose.
—La noche es el mejor momento para viajar: las estrellas nos guían y el calor del día no nos aplasta— explicó él.
—Creí que era más difícil viajar en la oscuridad.
—No en el desierto.
Ella asintió con la cabeza y se puso de pie.
—Cargaré con la mochila un trecho— se ofreció.
—No es necesario— respondió Art.
—Por favor, déjame ser útil— pidió ella.
—De acuerdo— concedió él, entregándole las provisiones.
Pronto, Carla comprobó que Art tenía razón: la noche era perfecta para caminar, y las estrellas la fascinaban tanto que apenas si prestó atención al dolor de sus piernas poco acostumbradas al ejercicio.
Caminaron toda la noche casi sin detenerse, hasta que los sorprendió un amanecer amarronado, con vientos cargados de arena. Carla miró el horizonte con los ojos entrecerrados y preguntó a Art:
—¿Aún falta mucho?
—No, ya estamos cerca.
Caminaron cerca de cuatro horas. El avance se hacía lento por el gran viento y la arena que volaba y les penetraba hasta los huesos. Art se detuvo. Era inútil seguir en medio de aquella tormenta. Había perdido completamente el rumbo, y lo más probable era que se estuvieran alejando de la meta.