La Orden De Ónofre - El Despertar

CAPITULO 11

Siete meses. Sietes meses han pasado desde la primera muerte de mi amiga. Claro que para los demás el tiempo transcurría de otra manera, pero para mí, eran siete largos y tediosos meses, de los cuales Leila llevaba muerta ya cuatro veces. Parecía que el destino me estuviese castigando.

Después de la caída de las escaleras (que no resulto en ningún juicio legal de mi parte, salvo la condena social que desgraciadamente volvía a sufrir en el instituto), al mes siguiente, a la misma hora, tenía el número de la morocha llamando a mi celular. Esa vez pensaba contarle antes de entrar en la escuela, pero apenas me había dejado terminar de contarle, que salió hecha una furia manejando con su auto y antes de desaparecer en la esquina, un coche la enviste de su lado y ella muere de inmediato.  Esa vez había sido una condena por “Zorra” y no por “Asesina”, aunque la parte más graciosa era que se olvidaban que Salvador había formado parte del problema, pero había quedado totalmente como la víctima de todo aquello.

La cuarta vez intenté no decirle nada, pero se acabó enterando, con tanta suerte que al venir a reprochármelo. Lo único que hice fue escucharla, y lo último que ella hizo fue salir corriendo, cruzar la calle sin ver y ser atropellada por un coche que se dio a la fuga. Y ahí estaba yo, recibiendo mi “castigo por zorra”.

Ahora me encuentro nuevamente, con su llamada en mi celular. Un par de veces vuelve a insistir con las llamadas, pero no le atiendo ninguna. La ignoro. La última vez había tomado la decisión de pelearme con ella. Si dejaba de ser su amiga, entonces estaría lejos de mí, y quizás así podría evitar su muerte. Prefería sacrificar nuestra amistad por su vida. Realmente lo valía.

Entro a bañarme, no sin antes descambiarme y verme en el espejo. Estaba demacrada. Las ojeras debajo de mis ojos eran un azul violáceo intenso, los huesos de mis costillas y caderas sobresalían de mi piel, en mi cara estaba chupada, mi piel pálida, mis labios eran una mezcla de resequedad y rojo por la sangre que emanaba de las grietas. Hasta el cabello que siempre fue brilloso y con volumen, ahora estaba reseco y debilitado. Pero nadie, ni siquiera mí madre se daba cuenta del cambio, es como si para ellos no me hubiese pasado nada.

Una vez cambiada, me peino y salgo al instituto caminando. Agradezco que no haya querido venir a buscarme a mi casa, ni haberla cruzado por el camino.

Entro al instituto y veo a Leila en su casillero con la vista dentro de éste, pero perdida en sus pensamientos. Tomo valor y paso por el lado de ésta ignorándola. Ella atina saludarme pero le corro la cara y la dejo con las palabras sin salir de sus labios.

Me dirijo al casillero y tomo la maldita nota, arrugándola entre mis dedos y tirándola al cesto de basura que estaba en frente.

Se produce un estruendo y al mirar, una chica rubia con ojos claros había sido golpeada por una pelota de básquet. Salvador se acerca a ésta pidiendo disculpa y esta las acepta acercándose a su grupo de amigos.

Que raro… nunca la había visto por el instituto, pero su cara me es familiar.

-Podemos… – dice leila detrás de mí.

-Ahora no – la interrumpo bruscamente. – Mejor dicho, ni ahora, ni nunca.

- ¿Qué se supone que significa eso? – estaba indignada. Se veía en su mirada.

- Eso. Que ya me tienes ¡HARTA! Ve a hacer amigos por allá – indicando con la cabeza. Me doy la vuelta y sigo mi camino.

El día trascurre hasta el momento, podríamos decir que tranquilo. Al final terminé comiendo sola en una mesa del comedor, Leila estaba con Salvador esta vez.

-¡Esto es guerra! – grita un chico de pelo hasta por los hombros, intentando lanzarle papas fritas al que estaba en frente, que era exactamente igual a él, pero con tal suerte que cayó en la chica colorada que estaba al lado.

Algo no estaba bien… Recordaba quien había lanzado la primera papa, y ese había sido Thomas Petterson. Estos chicos, ni por asomo eran de aquí, ¡menos gemelos! Los reconocería de inmediatos, aquí no vienen ningunos gemelos. Y sin embargo sus caras… eran tan familiares.

La pelirroja intenta devolvérselo, pero esta vez es una albóndiga, aunque pega en la cara de un castaño, el que también me resulta familiar. Miro hacia su grupo y veo a la misma chica rubia que hoy habían golpeado con la pelota, defendiéndose de la comida que volaba por los aires, intentando esconderse detrás de otro chico, otro castaño de ojos claro.

Todos ellos se me hacían familiares, aunque no sabría decir de donde exactamente los conozco. No trabajo, no hago ningún curso o algo extracurricular, no hay manera de que los conociera, aunque algo me decía que ya los había visto.

El timbre suena, sacándome de mis pensamientos. Me dirijo a la última clase. Esa que curiosamente nunca llegue a tener en estos siete meses. Estaba convencida qué si esta clase terminaba y regresaba a casa, todo iba a estar bien para mañana y por fin la pesadilla iba a tomar fin.

Por fin las clases habían terminado y estaba empezando a caminar hacia la salida, cuando Leila me agarra fuertemente del brazo, y arrastrándome con ella hacia el auto.

- ¡Para, que me lastimas! – intento zafarme de su agarre, pero éste es cada vez más fuerte.



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En el texto hay: fantasia, misterio, romance

Editado: 30.01.2020

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