¿Qué paso con Leila? Sus palabras habían sido directas, tanto que resonaban dentro de mi cabeza una y otra vez.
Tardé unos cuantos minutos en contestar; Intentaba mantener mi compostura, mientras trataba de recordar respirar.
– Leila nunca fue mi amiga y lo que diga puede que cambie la forma en que me miras.
– Continúa – me alienta al ver que me detengo.
– Primero debes prometerme que de lo que diga, por más desagradable que sea, serás capaz de mantenerlo en silencio hasta que yo decida hablar o me muera. ¿Entendido?
– Tenlo por seguro – asiente.
– Como dije antes – suspiro rendida – Leila nunca fue mi amiga, más bien yo era su hostigadora, aunque poca gente lo sabía. Entre ellas, estaba Salvador. Él si era su novio en ese entonces. – tomo otro sorbo del café. – Siendo sincera, nunca tuve una buena razón para hacérselo. No me caía bien y sabía que a ella yo tampoco, ahora que hago memoria, las cosas se dieron como con Rebecca, la chica de hoy. Quiso hacerme su payasito junto a otros compañeros, pero le salió el tiro por la culata. Le hice frente, amenazándola y vi en sus ojos un atisbo de miedo. A partir de ese momento, seguí haciéndolo. La esperaba, cuando ella estuviese sola, ya sea en el aula, en el baño, en la cafetería, en alguna fiesta, en cualquier lugar que la veía, me aprovechaba y le asustaba. – vuelvo a tomar la taza entre mis manos para seguir bebiendo.
– ¿Por qué lo hacías? – no notaba ningún tono de acusación, más bien, lo notaba curioso.
– Poder. Se siente tan bien – inspiro hondo cerrando los ojos – El poder te hace sentir fuerte, indestructible, invencible… Aunque te destruye, sin darte cuenta, te ciega completamente y te cambia, te hace algo malo.
– Por eso estabas nerviosa cuando saliste del salón – parecía decírselo para sí mismo.
– Estaba nerviosa porque es fácil sentirte fuerte. El problema es, que resulta difícil de controlarlo una vez lo liberas. – confieso.
Éste asiente. – Sigo sin entender que tienes que ver con la muerte de Leila.
Suspiro pesadamente antes de seguir. – Un día, me encuentro con una nota anónima dentro de mi casillero, extorsionándome con un video que me habían pasado por la mañana. En él salgo amenazando a Leila. Cuando tuve la oportunidad de encontrarla sola en el estacionamiento, le obligo a que entre conmigo al auto. Pensaba asustarla, advertirle que no se metiera conmigo. Tenía sospechas de que haya sido ella quien lo hubiese hecho, junto con Salvador, claro.
– ¿Entonces? – pregunta, ansioso.
– Entonces pasó. – la imagen de aquel día vino directo a mí, como si fuese una película. – Yo iba manejando a toda velocidad y mientras discutíamos… no vi una señal de alto y un auto que venía cruzando nos enviste. Leila murió en el acto – cierro los ojos – El impacto fue de su lado. Por otra parte, solo tenía unos pequeños rasguños, aunque no fue nada comparado con lo que pasó después.
– ¿El juicio? – intentaba seguirme.
– El juicio solo fue para determinar si fue culposo o no. En tan solo unas semanas, la sentencia me declaró culpable, aunque me quitaron la licencia por el término de seis meses y debía concurrir a sesiones de terapias para superar los traumas del accidente y de la muerte de Leila. Pero Salvador no estaba conforme con ello, así que de hostigar, pase a ser hostigada por todos los compañeros del Instituto, hasta que un día no aguanté más e intenté tomarme un frasco entero de pastillas. Beth me encontró a tiempo e inmediatamente me llevó al Hospital, movió un par de hilos y nos mudamos aquí. Ella piensa que lo hice por Leila, porque no podía soportar el haberla matado, no sabe nada sobre el acoso que recibía diariamente en el Instituto.
– ¿Por qué? – sonaba indignado.
– Porque sabía que lo merecía. Si bien nunca fue mi intención matarla, una parte de mi estaba aliviada de seguir con vida. – nos quedamos en silencio varios minutos contemplando en la lejanía antes que volviera a hablar – ¿Sabes qué es lo más cómico de todo esto? – Jared solo voltea su cabeza a verme, esperando a que continuara. – Que el cerebro tiene una forma bastante retorcida de hacerte sentir bien, pese a lo mierda que puedas ser. – sonrío seca.
– ¿Jared? – se oyó una voz femenina proveniente desde dentro, provocando que nos demos vuelta…
– ¿Jared? – vuelve a llamarlo, esta vez caminando hacia nosotros.
Era una mujer esvelta, refinada. Su pelo corto y negro resaltaba aún más la palidez de su tez. Tenía pinta de ser una mujer de negocios. Su vestido ceñido al cuerpo que llegaba unos centímetros por debajo de su rodilla, color azul marino y un llamativo collar de perlas.
Su mirada choca con la mía, despertando su interés – Ella es Emma – me señala y vuelve su vista a Jared, buscando su confirmación. Él asiente y nuevamente soy el centro de atención. Me tiende su mano dibujando una sonrisa con boca cerrada. Le alcanzo la mía para estrecharlas.