La oscuridad de su mirada - Libro I

Capítulo 2

—¡Bienvenida, Clara! Y dime, ¿cómo crees que serías capaz de superar tus miedos? —inquirió Ana, la psicoterapeuta, antes de proseguir con la ronda de presentaciones y temores del resto del grupo.
—Yo no puedo superarlos, así que he aprendido a vivir con ellos —respondí bajo su atenta mirada que no parecía esperar ese tipo de contestación por mi parte.
Las fobias se consideraban un tipo de trastorno de ansiedad que a su vez se dividían en tres vertientes: la agorafobia, o el temor para pedir ayuda en situaciones difíciles o embarazosas; la fobia social, o miedo a sentirse analizado por el entorno social; y las fobias específicas. Estas últimas no estaban relacionadas directamente con el propio objeto o situación temido, sino con la consecuencia que supondría verse expuesto al estímulo desencadenante. La claustrofobia y la nictofobia se encontraban dentro de esta última categoría y, en mi caso, un hecho traumático fue lo que las desarrolló. El miedo que sentí en el preciso momento en el que el maletero se cerró y quedé atrapada en su interior coordinó mi sistema límbico, pero afortunadamente también despertó mi instinto básico de supervivencia: No le temía a la muerte.

Dos años antes...

Escapar de las garras de mi captor se había convertido en un suplicio y casi había perdido la fe en lograrlo. Me tenía encerrada en un pequeño cuarto donde no entraba ni un rayo de luz. Tan solo cuando ese monstruo accedía a lo que se suponía que era el pasillo que desembocaba en aquel mugriento cuarto, un tenue destello se colaba bajo la rendija de la puerta y me servía de aviso para saber que mi tortura empezaba de nuevo.

He pasao' la noche preguntándome si estoy loca
Aún te siento aquí, tan cerca de mí, tu ausencia no se nota
Y quiero morirme y volver a nacer
Yo quiero morirme para evitar conocerte otra ve'

Y te vas y te vas y te vas y ya no vuelves
La verdad, la verdad, la verdad, aún me duele

Los primeros días lloré sin cesar hasta el punto de casi quedarme deshidratada, los primeros días grité sin parar hasta el punto de quedarme afónica. La esperanza de que alguien me escuchara y me ayudase a salir de allí se fue desvaneciendo conforme las horas pasaron. Aquel inhóspito lugar parecía estar deshabitado, o en su defecto, vivirían otros cómplices del monstruo que hacían caso omiso a mis súplicas de auxilio. Corroboré lo primero y deseché lo segundo, los frondosos y altos árboles que vestían el bosque me confirmaron a cada paso que daba que aquella terrorífica cabaña estaba sola y alejada del mundo. Y si descubrí aquello sabiendo que desde mi cuarto no podía palpar más allá de cuatro paredes en la oscuridad fue porque logré escapar.

No sé quién soy, soy, soy, pero voy, voy, voy a encontrarme
Aunque me cueste respirar
No sé quién soy, soy, soy, pero voy, voy, voy a encontrarme
Aunque me cueste respirar
Volver a nacer más fuerte que ayer
Poco a poco irte olvidando
No sé quién soy, soy, soy, pero voy, voy, voy a encontrarme
Aunque me cueste respirar

Me cueste respirar

Corrí atravesando el bosque que permanecía en penumbra ligeramente iluminado por la luna. Sentir su inmensidad me ayudó a calmar los acelerados latidos de mi corazón y a restablecer mi agitada respiración. No le temía a la muerte, pero sí a mi captor. El monstruo no estaba en la cabaña cuando escapé, pero eso no quitaba que existiese la posibilidad de cruzármelo en mi huida. No obstante, el miedo me mantenía más viva y hacía que mi cuerpo no se rindiese ante el cansancio y el agotamiento a consecuencia del prolongado período de inanición.
No supe cuánto tiempo pasó hasta que logré llegar al arcén que daba a una vieja carretera. La herida que hacía que mi abdomen sangrara no me impidió seguir caminando; sangraba, estaba viva. Mis adoloridos pies me indicaban que los kilómetros recorridos no habían sido en vano y la fe que en su día perdí parecía volver a mí en forma de destellos que me cegaban la vista. Un coche se aproximaba en mi dirección y, pese a que aquel tramo parecía ser poco transitado, opté por no pensar en que el conductor del vehículo pudiese ser ese monstruo. La suerte estuvo de mi lado y esa misma noche pude reencontrarme con mi familia que me buscaba desesperadamente.

Voy a seguir buscando la manera
De sacarte de mi cabeza
Y sé que un día todo volverá a estar bien
Y no me digas que fui yo quien lo echó a perder
Que fui la mala y tú el rehén
Ni tú, ni yo nos supimos querer

Dame espacio, no vuelvas
Quiero curarme y si te veo no puedo, no puedo

No sé quién soy, soy, soy, pero voy, voy, voy a encontrarme
Aunque me cueste respirar
No sé quién soy, soy, soy, pero voy, voy, voy a encontrarme
Aunque me cueste respirar
Volver a nacer más fuerte que ayer
Poco a poco irte olvidando
No sé quién soy, soy, soy, pero voy, voy, voy a encontrarme
Aunque me cueste respirar

Y supuse que con ello había llegado el final del juego. Estaba en la última casilla, esa que parecía indicarme que había resultado ser la ganadora... Pero, ¿realmente había ganado la partida? ¿Qué se suponía que significaba ganar el juego, escapar de las garras de ese monstruo? Porque eso, al fin y al cabo, lo había logrado. Aún así, el daño psicológico que había sufrido y estaba sufriendo no parecía acabar en esa casilla, es más, el trayecto hasta llegar a su fin sería mucho más largo que los tres días que duró mi cautiverio.
Después del reencuentro con mi familia, de testificar en comisaría, de poner las denuncias pertinentes y del chequeo médico, entonces comencé con mi "recuperación". Necesitaba más que nada sanar mi mente, curar no solo las heridas físicas, sino las del alma. El apoyo psicológico tanto por parte de mis allegados como de los profesionales era algo imprescindible. Sin embargo, de un psicólogo pasé a otro, y de otro a otro. Ni la terapia de exposición que buscaba la desensibilización sistemática, ni los antidepresivos me ayudaron a superar mi trauma. De ahí a que ahora estuviese asistiendo a psicoterapia grupal.
Pero yo ya había asumido que cualquier intento por reconocer mis fobias, cualquier pauta de relajación con el objetivo de acercarme a ellas con la finalidad de superarlas y cualquier explicación de que eso no tuviese razón de ser, era inútil. Porque sí que había un motivo, un desencadenante, un móvil, y no era otro que aquel monstruo de mirada intimidante.




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