—¿Y cómo has aprendido a vivir con ellos? —continuó preguntando la psicoterapeuta, en busca de una respuesta que redirigiese la conversación ante un intento de querer superar mis temores, cosa que no iba a ocurrir.
—Pues dejando las puertas abiertas y la luz encendida, sin más. Pensaba que era algo obvio —expresé sacando mi carácter amargo. Sí, ya nada quedaba de la dulce e inocente Clara, que me había cerrado al mundo también era un hecho.
Escuché una risa de fondo que no provenía del grupo de apoyo, giré la cabeza y entonces pude contemplar al tío más egocéntrico y antipático que pisaba la faz de la tierra. Eso era lo que más odiaba en una persona, la falta de empatía, de ponerse en el lugar del otro, de respetar al otro. Pero vamos, que se veía a leguas que ese idiota no la conocía ni de refilón y, como si esa furia encendiese mi instinto, abandoné por un momento el letargo y el ensimismamiento para ponerle los puntos sobre las íes:
—¿Pero tú quién te crees para reírte de mí? —lo increpé ante la atenta mirada del resto de espectadores, que parecían salir de su aura de tristeza habitual cambiando sus expresiones a otras que podrían asemejarse a lo que se traduciría como "cara de póker". Algunos estaban en shock, otros me miraban demostrando su apoyo y otros simplemente se preparaban para ver una lucha al más puro estilo de una justa medieval. Y no porque el tipo fuese un caballero, sino porque su inteligencia parecía estar anclada a una época pasada.
—¿Desde cuándo está prohibido reírse? Y no me estoy riendo de ti, es que me ha hecho gracia el comentario —se sinceró con una media sonrisa que dejaba entrever que sus palabras eran más por cortesía que por otra cosa. "Error, se estaba metiendo con la chica equivocada", pensé para mí. Y como si con esa no-disculpa fuese suficiente, la terapia continuó escuchando las vivencias que relataban mis compañeros.
Este falso campamento de apoyo, porque eso era en realidad, pasaría a formar parte de ese "pasé de un psicólogo a otro, y de otro a otro", es decir, no cambiaría mi vida. Al menos para bien, porque en la media hora que llevaba ya me había puesto de malhumor. Sabía que se trataba de una encerrona, maquillada bajo el nombre de "terapia de apoyo", a la que mi madre me había inscrito para que no pasara otro verano metida en la cama en pijama las veinticuatro horas del día. Pero estaba a un mes, a uno solo de cumplir los dieciocho y tomar mis propias decisiones.
Yo entendía a mi familia, sabía que ellos buscaban lo mejor para mí y deseaban que me recuperara por completo, pero no más que yo. Si ya lo había dado todo, en dos años había recorrido todas las consultas de mi localidad y de alrededores, y lo único que había conseguido era reconocer mis temores. Ese miedo irracional siempre estaba ahí, en cada noche, en cada lugar cerrado, en el monstruo que abusó de mí tres días. Y, más allá de la claustrofobia y la nictofobia, el temor que sentía cuando cualquier otro chico intentaba tocarme o simplemente el mero hecho de ver sus intenciones, aunque fuesen inocentes y no buscasen propasarse conmigo, me había convertido en una chica esquiva y fría. Alguien sin sentimientos... ¿Quién podría sentir algo cuando le habían quemado el corazón y el alma?
La ronda de presentaciones concluyó y Ana nos dejó un tiempo a solas para establecer los subgrupos. Según había comentado, en función de nuestra forma de afrontar nuestras fobias conformaría las parejas que se alojarían en cada dormitorio del pabellón, el resto del día sí que haríamos las actividades de forma grupal. Además, había hecho hincapié en la importancia de sobrellevar nuestras cargas en conjunto, cómo la unión nos hacía más fuertes... Conocía todo tipo de palabras de ánimo, todas las formas de apoyo, todos los métodos terapéuticos, y nada había logrado ponerle fin a este interminable juego.
Entablé una conversación con algunos de mis compañeros. Yo no era la chica más sociable del planeta, pero a diferencia de unos cuantos, sí que parecía serlo. La negatividad y la tristeza se palpaba en el ambiente, y cada uno de ellos cargaba con su propia mochila de experiencias y emociones. Mientras tanto, miré un par de veces en dirección al lugar donde se encontraban la psicoterapeuta y el idiota ese. Por alguna razón parecía estar muy cabreado. Yo me alegré de que le cayese una buena reprimenda, no todo iban a ser malas noticias para mí... ¿O sí?...
—Vale, chicos, ya tenemos las parejas que se alojarán en el pabellón —comenzó diciendo Ana para después proseguir con los nombres que constituían cada dúo. Llegó el final de la lista y al fin escuché el mío—. Clara, irás con Iván.
¿Quién era ese tal Iván? Era cierto que no recordaba el nombre de todos, pero ni siquiera me sonaba haberlo oído. Podría ser un chico nuevo que se habría retrasado, o... No me quedó más tiempo para barajar otras hipótesis, la respuesta la tenía frente a mí, delante de mis narices. Y no era otro que el indeseable que se había reído de mí minutos antes. ¿De verdad el karma era tan malvado como para castigarme teniendo que soportar a ese ingrato? "Perdón, karma, no debí alegrarme de que le estuviesen regañando", intenté firmar la paz con el universo. Pero ya de nada serviría...
—¡Vamos! —me ordenó Iván sin siquiera mirarme a la cara. Él parecía sentirse igual de feliz que yo por esta treta, o sea, nada. Yo le seguí sin decir palabra, pues como abriera la boca no me haría responsable de los sapos y culebras que saliesen por ella.
Caminamos un trecho por una senda del bosque hasta que llegamos a una bifurcación y nos separamos del resto del grupo. Como si estuviese reviviendo una pesadilla del pasado, la ansiedad se apoderó de mí. Entré en pánico y no pude evitar salir corriendo. Necesitaba escapar, no podía revivir todo aquello que pasé. Esto no era un mal sueño, significaba el preludio de algo peor. Así que, dejando a un lado la angustia y el nerviosismo, huí sin rumbo entre los árboles. "Tengo que escapar", me repetía entre lágrimas.
Esta vez no había cuerdas que ataran mis extremidades ni ninguna sustancia en mi organismo que me anulase y me impidiese escapar de allí. Al contrario, mis pies avanzaban todo lo rápido que podían al mismo tiempo que con mis manos apartaba las ramas de los árboles que se cruzaban a mi paso; mi mente era capaz de seleccionar la mejor ruta a seguir a una velocidad casi igualable a la de la luz. Me sentía viva, como la primera vez que logré huir. "Tengo que escapar", me volví a repetir secando ahora mis lágrimas.
Pero, a diferencia de ello, la suerte no parecía esta vez estar de mi lado. Y eso que lo intentaba con todas mis fuerzas... hasta que la voz de ese idiota resonó en mis oídos y como si los barrotes de una jaula se erigieran sobre mí, comprendí que mis posibilidades para escapar se habían esfumado como la libertad que tenía un pajarillo para volar...
—¿A dónde crees que vas? —soltó Iván con la respiración entrecortada tras correr unos minutos detrás de mí. Su voz confirmaba lo evidente: Otra vez no podría escapar, ¿era esto como el juego de la oca y había caído en la casilla que me mandaba de nuevo a la salida?
—¡Déjame! ¡No te acerques! —inquirí muerta de miedo. Mis sollozos me impedían escuchar el latido acelerado de mi corazón, que andaba taquicárdico como si se me fuese a salir del pecho.
—Puedes estar tranquila... Además, no me interesan las niñas como tú —agregó ante mi cara de desconcierto, que me tratase como una cría era lo que menos me aterraba en este momento—. ¿Ves aquella cabaña? —señaló hacia la derecha y a lo lejos comprobé que había una casa de madera—. Allí nos alojaremos... Ya sabes, como tendrás que dormir con la luz encendida, Ana ha pensado que sería mejor que tuvieses una habitación para ti sola, aunque sé que ha sido su forma de castigarme por lo de antes —concluyó con un tono un tanto despectivo. Todo parecía ser real, pero no terminaba de comprender cuál era la finalidad de esto. "Joder, ¿por qué no podía quedarme sola?", pensé. Como si Iván fuese capaz de escuchar mis pensamientos, prosiguió con su monólogo—. Y no, no te dejaré sola, así que tendremos que seguir juntos... Créeme, tampoco es lo que yo quiero.
Me costó reaccionar, pero después pensé en el tipo de campamento en el que me encontraba, ¿que fuese un idiota no significaba que fuese a tener conductas acosadoras conmigo, no? Al fin y al cabo era un compañero que por alguna razón, que aún desconocía, estaba en este lugar retenido, bajo mi punto de vista, al igual que yo. De modo que una vez que me calmé y fui consciente de la situación, no me quedó más remedio que acceder. Aún así no podía confiar en nadie. Es más, si partíamos de la base que ni siquiera confiaba en que esta terapia fuese a lograr resultados... ¿Qué estaba haciendo aquí? Ahh sí, estaba aquí por decisión de mi madre. Malditos diecisiete... Se me habían hecho eternos. Pero que estuviese aquí por ella no significaba lo mismo que ella estuviese aquí. Decían que las palabras se las llevaba el viento y ese "juntos" no sería la excepción...