Llegamos a la cabaña donde Iván y yo nos íbamos a alojar presuntamente juntos. Aunque para él fuese un hecho, para mí era una simple suposición, pues todo estaba planeado en mi mente. Aprovecharía la primera oportunidad que tuviese para escapar de allí, de ese lugar y de ese campamento de apoyo psicológico. Todo el camino estuve trazando mi plan de huida, puesto que el orgullo de ese engreído no le dejaba iniciar una conversación. Mejor para mí, más tiempo para premeditarlo todo.
Entramos al interior de la cabaña que, más allá de lo esperado, estaba decorada con objetos personales, lo que me hizo pensar que no era un alojamiento al que ese idiota solo viniese a "pasar las vacaciones". ¿Era un paciente VIP, o le había cogido el gusto a esto de la terapia grupal? ¿Y por qué no estaba sentado en el círculo junto a todos los compañeros? Esas solo eran algunas de las preguntas que se formulaban en mi cabeza... Cuando me llevó hasta el que sería mi dormitorio, comprobé que esa no era una habitación habitada por huéspedes. Había polvo y varias mantas revueltas sobre la cama, como si todo aquello llevase tiempo allí y mucho menos estuviese preparado para acoger a alguien.
—Está algo revuelta —dijo recogiendo las mantas y soplando el polvo de la mesita de noche—, no esperaba visita —confirmó mis sospechas. Yo permanecí callada, por lo que él continuó con su discurso—. Voy a darme una ducha... Quédate quietecita y pórtate bien.
¿Podía ser más idiota? No, ya me autorrespondí yo. ¿Pero quién se creía para darme órdenes? Estaba muy equivocado si se pensaba que yo era una niña sumisa capaz de cumplir todo lo que saliera por su boca. Que él decidiese bañarse era el momento perfecto para emprender mi huida. No esperaría ni un segundo más aquí, de ahí el motivo por el que no le rebatí ninguna de sus malditas palabras. Sin embargo, como si quisiera ir un paso por delante de mi plan, se aproximó a la puerta, echó el cerrojo y se guardó la llave. "Joder, el karma otra vez me la tenía jurada", me reproché.
El muy listillo se dirigió a su habitación, supuse que en busca de lo necesario para darse una ducha, y después accedió al baño. ¿Dónde habría escondido la llave? Si bien mi visión pesimista me hacía pensar que se la habría llevado consigo, ¿por qué debería darme por vencida y no rebuscar en su dormitorio? ¿y si la había dejado oculta en el cajón de la mesita de noche, debajo de un libro o en cualquier otro lugar al alcance de mi mano? No me rendiría tan fácilmente, si tenía que sacar mi vena detectivesca lo haría, aunque me confundiesen con una ladrona...
Entré a hurtadillas en el dormitorio de Iván, estaba mucho más decorado o eso parecía, ya que la visibilidad de la zona se dificultaba debido a la escasa iluminación que entraba a través del umbral de la puerta. Abrí los cajones de la mesita de noche y de la cómoda y rebusqué con sumo cuidado, no podía dejar rastro de mis intenciones. Únicamente encontré ropa y más ropa, de modo que pasé a revisar el escritorio. Un par de libros apilados y otros cuadernos anillados reposaban sobre el mueble, seguí palpando el resto de la superficie y encontré lo que parecía ser una cajita. Acto seguido la abrí, pero mis dedos no dieron con el frío metálico que podía indicarme que la llave estaba allí. Cuando intenté recolocar la tapa de la cajita, tuve la mala pata de empujar otro objeto y este cayó al suelo.
Pero mi desafortunada acción tuvo peores consecuencias que una simple caída... Ya fuese por el ruido o porque el destino estuviese en mi contra, ese idiota entró en el dormitorio cerrando la puerta a su paso al mismo tiempo que el aire pareció dejar de entrar a mis pulmones. Esas cuatro paredes parecían echarse sobre mí, como si el cubículo que conformaban se redujera a cada segundo que el oxígeno también lo hacía. Por ilógico que pareciese, la inmensidad de la oscuridad dominaba el ambiente, ese insólito lugar que compartíamos él y yo en este preciso instante. Y como si mis peores pesadillas me llevasen a aquel terrible escenario, mis fobias quedaron a un lado y todo el miedo se aunó hacia una sola cosa, hacia un solo ser...
Dos años antes...
Ya no existía el miedo a la oscuridad, ya no le temía a los lugares cerrados, cuando el monstruo de mirada intimidante entraba en aquel mugriento cuarto, todos mis temores parecían extinguirse o confluir en uno solo. Mi cuerpo temblaba, mi respiración se entrecortaba y mis pulsaciones alcanzaban ritmos incontrolables, un sudor frío recorría mi espalda y su odiosa voz solo hacía empeorar la situación. No sabía lo que me esperaba, si tendría que soportar humillaciones, golpes o aquello que tanto temía. Las lágrimas caían sobre mis rodillas, estaba quieta hecha un ovillo en un rincón de la sala, tapándome la boca con el puño para evitar que mi estado despertara aún más a la bestia.
Conforme ese animal se fue acercando hacia mí, ni mi mano ni mi fuerza de voluntad consiguieron reprimir mi llanto. Los sollozos inundaron el cuarto, resonando con cierto eco. Su exagerada risa solo sirvió para alimentar el miedo, casi podía oler su perturbador aroma. Otro escalofrío invadió mi cuerpo y un grito acompañó a mis sollozos que aumentaban su intensidad. La incertidumbre me mataba... No sabía lo que me esperaba, si tendría que soportar humillaciones, golpes o aquello que tanto temía.
Comencé a llorar, de todas formas ya me había delatado con el ruido del objeto que tiré, concretamente se trataba de un portafotos. Lo supe en el momento que la luz le devolvió la claridad al dormitorio, pero no por ello mis lágrimas dejaron de brotar de mis ojos. Rehuyí su mirada, como si no mantener el contacto visual me ayudase a evitar lo que fuese que iba a suceder a continuación. De nuevo comenzó a faltarme el aire, la luz solo me hizo confirmar que aquel espacio cerrado no portaba ninguna comunicación con el exterior, la puerta y la ventana estaban cerradas. Sin embargo, la ansiedad pareció quedar reflejada en mi semblante y de inmediato Iván abrió la puerta como si fuese consciente de que el problema procedía de ahí. En parte ese era un motivo, el otro dependía de cómo actuara él mismo...
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Quién te ha dado permiso para entrar en mi habitación? —me reprendió el chico. Dudé unos segundos, las lágrimas habían cesado pero aún seguía asustada.
—Yo... yo... buscaba la llave. ¡Necesito salir de aquí, no quiero quedarme en esta prisión! —sentencié al fin, saliendo del letargo en el que estaba absorta.
—¿Piensas vivir con tus miedos toda la vida en lugar de superarlos? —me increpó como si se creyese mi dueño. ¿Acaso creía conocerme mejor que yo misma?
—¡Cómo te atreves a juzgarme si no sabes...! –intenté callar mis demonios internos que solo traían a mi mente una sarta de improperios.
—No, no me hace falta conocerte para saber que te has resignado a no salir de tu zona de confort —prosiguió con sus firmes acusaciones.
—¡Tú no eres nadie para decirme lo que tengo o no que hacer! Mírate —lo apunté con el dedo—, el que parece haberse quedado anclado aquí eres tú —y deslicé las manos mostrándole su habitación, que se parecía más a una residencia de vacaciones que a lo que realmente era. No obstante, Iván detuvo su mirada, la cual en un principio seguía el recorrido que mis brazos dibujaban, en un punto fijo en el suelo: el portarretratos que yo misma había tirado por error.
—¡Si yo decido quedarme será porque tengo mis razones! Y, créeme, no es porque quiera ser el niñero de nadie —apostilló haciéndome enfurecer.
—¡Estoy harta de que todos me tratéis como una niña, joder, un mes, un puto mes y ya podré hacer lo que quiera! —exploté como una bomba de relojería.
—Pues lamento decirte que tendrás que quedarte aquí hasta entonces —se jactó de mí con cierta sorna.
—¡Te odio! —le grité, intentando salir de la habitación para quitarlo de mi vista.
Sí, intentando, porque mi plan se frustró en el momento que me agarró del brazo para retenerme y mis ojos se posaron sobre los suyos. No sentí temor, al contrario, me estaba sujetando aplicando la mínima fuerza para conseguir dicho propósito... Un propósito que, por cierto, desconocía, puesto que me quedé unos segundos inmóvil contemplando su mirada. En otra ocasión, hubiese temido encontrarme con aquellos ojos intimidantes que tanto me hicieron sufrir, pero los suyos eran distintos. Eran de color grisáceo, con matices en negro que resaltaban aún más su llamativa tonalidad. Por mucho que lo odiase, lo cual tuve que recordármelo una y otra vez después de varios intentos fallidos por despegar mi mirada de la suya, me transmitía una sensación de paz y tranquilidad. Pero lo odiaba, LO ODIABA. No podía permanecer en este pozo sin salida, por más que esta sensación me invitase a quedarme.