La oscuridad de su mirada - Libro I

Capítulo 7

Callé, no le daría el lujo de confesarle aquello que con tanto recelo ocultaba. ¿Para qué intentarlo si solo había recibido risas por su parte cuando expliqué mi forma de superar mis miedos? Al fin y al cabo así era él, un engreído que pecó de un exceso de humildad la noche anterior. Ese espejismo no era otra cosa que una mera ilusión y distaba mucho de su forma de ser habitual. Se comportaba como un capullo, así mismo se lo hice saber, y no me arrepentía de mis palabras. Lo odiaba, por mucho que su mirada despertase en mí otros sentimientos muy contrarios, lo odiaba.
—Dicen que si pides un deseo en voz alta no se cumple, así que no pienso decírtelo —esbocé con una sonrisa burlona.
—Bueno, allá tú —suspiró sin quedarle otra alternativa—. Es sábado, así que el genio de la lámpara mágica se pira.
—¿Eso significa que me dejas sola? —repliqué mostrando demasiado entusiasmo, yo misma me acababa de delatar.
—¡Claro! Y dejaré la llave puesta en la puerta de la entrada —comentó con tono irónico, a lo que yo respondí con un bufido—. Te acompañaré al pabellón, allí podrás estar con los demás compañeros.
—Ya veo, ya... Me dijiste que no me dejarías sola —le rebatí, a colación de las palabras que él mismo me había dicho hacía unos días.
—Y que no sería el niñero de nadie —apostilló el muy idiota.
Pues bien que me tratas como a una niña —le reproché acercándome a él. Si pensaba que no le haría cara, estaba muy equivocado.
—Es sencillo. No te comportes como una, entonces —se justificó, alejándose de mí a medida que mis pasos avanzaban hacia él.
—¡Tú no tienes ni idea de lo que he vivido, pero ni idea! ¡Y no me vengas con que soy una cobarde por no intentar superar mis miedos porque, aunque quiera, ni el genio de la lámpara mágica podría concederme ese deseo! —grité perdiendo los estribos para luego proseguir con la voz rota, casi inaudible—. Nadie puede cambiar el pasado...
—Pero sí que puedes trabajar en tu presente para cambiar el futuro —pronunció de forma amigable. Siempre que me desmoronaba dejaba su vena de capullo y se comportaba como una persona, puesto que a fin de cuentas en el fondo, muy en el fondo, sentía empatía hacia mí.
—Ya sólo me queda resignarme... ¿Por qué crees que quiero irme de aquí? Si creyese que existiera tan solo una posibilidad de borrar el pasado, pero no —desistí ladeando la cabeza, no podría reprimir las lágrimas durante mucho más tiempo.
—Déjame ayudarte —me rogó buscando mi mirada, la cual seguía rehuyendo la suya.
—Nadie puede ayudarme —suspiré afligida.
—Soy el genio de la lámpara, me subestimas demasiado —soltó, haciéndome reír. Nuestras miradas conectaron un instante, la tranquilidad y la paz que desprendía me invadieron. El sosiego que experimenté borró cualquier resquicio de melancolía, tan solo quedaba una lágrima que demarcaba la silueta de mi mejilla—. ¿Sabes lo que le decía a mi hermana cada vez que lloraba?, que por cada lágrima me debía una risa...
—Pobrecita, contigo tiene el cielo ganado —comenté risueña. Que Iván fuese la mayor parte del tiempo un capullo era una certeza, pero por otro lado también tenía claro que era un buen hermano. Más de una vez lo había verbalizado, y otras tantas yo misma había percibido el cariño con el que hablaba de ella.
—Eso seguro —afirmó con rotundidad, a la par de desconsolado—. Bueno, ¿estás preparada? —retomó el tema inicial.
—Dame quince minutos y estaré lista —resoplé, pasando a su lado en dirección al baño.
—Diez —agregó reduciendo mi tiempo.
—¡¿Qué pasa, no aguantas ni cinco minutos más para ser libre?! —le grité desde el aseo.
Quince minutos después estaba subida en su coche. De dicho enunciado podía sacar dos conclusiones, la primera era que yo le ganaba en cuanto a testarudez; la segunda, que el destino de Iván estaba más lejos de lo que yo pensaba, tanto como para desplazarse en coche. El chico no había rechistado por los cinco minutos de más que había estado esperando, la libertad parecía significar algo tangible para él, un hecho veraz. Algo muy distinto a lo que significaba para mí; a él nada lo retenía aquí, a mí sí. "Que no vaya a terapia no significa que no forme parte de ella", se repitió su enigmática frase en mi cabeza. ¿Y si sí que existía algo que lo ataba a este lugar?
Desperté del trance en el que me encontraba sumida en el momento en el que detuvo su coche frente a la puerta del pabellón. Cualquiera diría que era todo un caballero que incluso se bajaba para abrirle la puerta a la chica, pero el motivo iba más allá de un gesto de cortesía. Quería asegurarse de que no salía corriendo en mi decimosexto intento frustrado de huida. Tenía que invertir mi tiempo en recabar la suficiente información para presionarlo y lograr de una vez por todas que mi plan llegara a buen término. Si era un huésped asiduo a este tipo de terapia psicológica, un motivo tendría para formar parte de esto, como bien decía él mismo...
Pasé el resto de la jornada con mis compañeros, con algunos de ellos ya había conversado esa semana. Hablé con Lucía y Jaime, dos de los afortunados en superar sus miedos. No pude averiguar más allá de lo obvio, que Iván llevaba participando varios años en esta especie de campamento de apoyo y que siempre se alojaba en la misma cabaña, de la que era propietario. Sin embargo, sí que descubrí que esto de la terapia grupal no era simplemente magia, ambos se conocían desde el verano pasado cuando asistieron al mismo campamento. No obstante, no era la primera vez para Lucía, que repetía por tercer año consecutivo.
—La primera vez que vine, ese chico no estaba aquí —aclaró ella con la mirada absorta en sus pensamientos, haciendo memoria de aquellos tiempos—, pero recuerdo que el año pasado Ana lo saludó como si ya se conocieran de antes —me confirmó después—. Y nunca lo he visto con ninguna chica y, créeme, me fijo en eso.
—Tiene sentido, pero aunque sólo fuese un conocido, el vecino que vive más cerca del pabellón, sigo sin entender por qué me he tenido que quedar con él en su cabaña —expuse mis dudas sin terminar de comprender las razones ocultas.
—Tía, deja de comerte el coco, seguro que otras chicas estarían deseando quedarse a dormir en su casa —bromeó rodando los ojos, que mostraban una mirada pícara—. No seas negativa, ¡lánzate, y si no está pillado...!
"¡Mierda!", pensé. Con este tipo de preguntas estaba demostrando demasiado interés en el chico, pero la parte positiva era que nadie sospechaba de mis verdaderas intenciones. Parecía una loca celosa, algo que no era, pero tenía que inventarme algún pretexto para justificar mis inquietudes y Lucía me había dado la excusa perfecta. De esa forma, podía continuar con mi investigación todo el tiempo que quisiese hasta destapar aquello que ocultaba con tanto recelo y que le encogía el corazón.
—¡Ay, Lucía, cállate! Que nos puede escuchar alguien —traté de hacerme la esquiva con el tema de mi falsa atracción hacia él.
—Yo solo te digo que este campamento te cambia la vida y si no, míranos —dijo señalando a Jaime que se reincorporaba a la conversación, se les veía una pareja muy enamorada—. Tuve que encontrarlo para superar mi trauma.
Lucía fue la primera en superar su fobia a tocar a alguien o ser tocada, psicológicamente conocida como hafefobia. Ella misma nos explicó cómo influyó el hecho de criarse en soledad. Desde bien pequeñita se quedó huérfana tras el trágico fallecimiento de sus padres en un accidente de tráfico, y ninguno de sus familiares pudo hacerse cargo de ella personalmente. Vivió en un orfanato hasta su mayoría de edad, sin ninguna muestra de cariño, sin ningún tipo de contacto. Aunque para ser honesta, por lo que narró, aquello parecía más una prisión que otra cosa. Habitaciones cerradas, comidas en soledad y nula interacción social. Si bien al crecer pudo retomar la vida social, descubrió la persistencia de ese miedo atroz ante cualquier intento de contacto físico.
Con la ayuda psicológica y el apoyo de Jaime había logrado vencerle a ese gigante que despertaba la ansiedad cuando se encontraba a escasos milímetros del cuerpo de otra persona. Según ella, lo que realmente le dió el empujoncito que necesitaba fue el amor que le había brindado el chico, ese que rompió barreras y pudo esperar a que ella se sintiese capaz de soportar el tacto de sus pieles y de anhelar acariciarlo. De alguna forma, aunque con otro motivo, yo también rechazaba cualquier contacto de los chicos, viejas imágenes dolorosas recorrían mi mente cuando se aproximaba el momento. Y hasta ahora no había podido lograrlo. Me preguntaba si existiría alguien que pudiese quererme como Jaime amaba a Lucía, sin dejar que los miedos protagonizasen nuestras vidas.
—¿Pero, entonces, cuando volviste ya habías superado tu miedo? —inquirí, cayendo en la cuenta de que los pocos días que llevaban en el campamento no bastaban para borrar cualquier resquicio de los traumas pasados.
—Sí, queríamos demostraros que juntos y con la ayuda de los demás pudimos conseguirlo —Lucía agarró de la mano a su chico en señal de fortaleza.
—¿Y tú, Jaime? —proseguí a fin de confirmar que la superación de su fobia social tampoco había sido un milagro divino, a lo que el chico asintió—. ¡No entiendo por qué nos hacéis creer a los demás que con vuestra ayuda el pasado se puede olvidar! —comenté furiosa.
—No es así como crees, nosotros no engañamos a nadie. Si no, no te lo hubiésemos dicho —trató de explicarse Jaime.
—Clara —continuó Lucía—, tienes que entender que esto no es algo que se consiga en un día. Pero nosotros somos un ejemplo de que merece la pena luchar, por eso volvemos para ayudar a los demás.
Sus últimas palabras resonaron en mi cabeza... "Déjame ayudarte". Estaba segura de que formaba parte de esto de manera similar a la que lo hacían Lucía y Jaime. Era alguien que participaba colaborando con Ana para resolver los temores de quienes no nos creíamos con el valor suficiente de hacerlo por nosotros mismos. Eso significaba que su interés por no hacerme sentir mal o intentar hacer que me sintiera bien solo venía de su "profesión". Cumplía con su trabajo, nada más. Llegar a dicha conclusión me dolió, la confianza que en algún momento pensé en depositar en él se esfumó dejando paso al rencor. Se comportaba como un capullo, por eso lo odiaba tanto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.