Después del desconsuelo que me quedó tras descubrir aquella posibilidad, no tan remota como me gustaría, los demás comprendieron que necesitaba tiempo para asimilar lo que su ayuda implicaba. No quise participar en la reunión grupal que habían organizado para conocer los intereses personales de cada uno, es más, me quedé alejada de la muchedumbre sentada sobre el rellano que daba a la puerta principal y me enfrasqué en mis propios pensamientos. La puerta estaba abierta, la libertad estaba al alcance de mi mano. Aun así, sabía que había demasiadas miradas puestas en mí.
Rodeé mis piernas con los brazos, y dejé caer mi rostro sobre las rodillas. Entonces recordé aquello que movía a las personas, aquel ingrediente esencial que las mantenía vivas, la esperanza. Esa que me ayudó a subsistir durante los peores tres días de mi existencia. ¿Por qué debía darme por vencida? ¿Acaso no podía echarle en cara a ese idiota que me confesase toda la verdad? Y como si el universo quisiera responder a mis plegarias, el mismo coche que horas antes me había dejado en aquel pabellón paró frente a la puerta. Me levanté, salí del edificio y me subí al vehículo sin despedirme. Al fin y al cabo sabía que estaban pendientes de mis movimientos, no era motivo de preocupación. Por su parte, Iván no abrió la boca, no me dedicó ni una mirada. Yo hice lo propio hasta que llegamos a esa cabaña de ensueño, donde cualquier chica querría hospedarse menos yo.
El chico sacó la llave de su pantalón, abrió la cerradura y entramos continuando con nuestro mutis. Acto seguido se dirigió a su habitación y cerró la puerta, no sin antes echar el cerrojo de la casa. Por supuesto que no iba a olvidarse de que este pajarito pudiese escaparse de su jaula. Y como si con eso se hubiese prendido la mecha de una bomba, estallé golpeando su puerta para finalmente entrar a su dormitorio sin permiso.
—¡Ya puedes dejar de fingir que quieres ayudarme! ¡Sé que trabajas para Ana y solo dejas de comportarte como un capullo cuando las cosas van mal! —le grité desesperada, mientras él continuaba tumbado sobre su cama sin decir ni mú—. ¿No piensas confesar, o qué? —le presioné en consecuencia.
—Déjame, por favor —me rogó con la voz temblorosa, como si hubiese estado llorando.
"¡Mierda! Ahora la que se estaba comportando como una idiota era yo", pensé. Se notaba el dolor en sus palabras. Algo había cambiado drásticamente en él, algo lo había dejado hecho añicos. Y yo me sentía mal por haberme dirigido a él de tan malas formas. En ese momento me vino el recuerdo de la noche anterior, cómo trató de calmarme después de las pesadillas. Debía empatizar con él, apoyarlo en lo que fuese que estuviese viviendo. En fin, se lo debía, no al Iván capullo, sino al amable y compasivo. Ese que solo aparecía cuando las cosas se torcían, como si se quitase el disfraz y dejase al descubierto su sensibilidad y su corazón.
—¿Estás bien? —le pregunté de manera cordial acercándome a la cama. No contestó, por lo que decidí aproximarme más hasta quedar justo en frente.
Descansaba la cabeza sobre su brazo, con el objetivo de reprimir su llanto, al tiempo que sujetaba la fotografía de la misteriosa chica con el otro. Acerqué mi mano a su hombro, un extraño hormigueo me recorrió el abdomen, los nervios me hacían temblar. Estaba intentando consolarlo de alguna forma, como cuando me cantó aquella preciosa nana. Traté de recordarla, hasta que al final comencé a tararearla:
Tranquilo mi niño
No tengas miedo
Que yo te protejo
De los malos sueños.
Tranquilo mi niño
No tengas temor
Que yo te protejo
Con mi corazón.
Iván levantó la cabeza y me observó con la mirada de un cervatillo asustado. Sus pupilas grisáceas estaban apagadas y contrastaban con el área enrojecida que las rodeaba, delatando las lágrimas que habían sido derramadas de sus ojos. Si bien estaba abandonando la postura que lo tenía ensimismado, se mantenía sujetando con fuerza la imagen. Ahora pude verla de cerca, por el gran parecido físico que compartían estaba casi segura de que se trataba de su hermana. Y con ese pretexto, traté de aliviar su malestar:
—No estés triste, sea por el motivo que sea, todo en esta vida tiene solución... Además, estoy segura de que a tu hermana no le gustaría verte así —pronuncié con la voz sosegada sin despegar la vista del retrato.
—No, hay cosas que no tienen solución —dijo casi en un susurro. Estaba más afectado incluso de lo que intuía.
—Imagínate que yo fuese el genio de la lámpara mágica y pudiese concederte un deseo —e hice hincapié en lo siguiente—, que se hiciese realidad al decirlo en voz alta... ¿Qué pedirías?
—Que estuviese conmigo —expresó llorando frente a mí—, pero eso es imposible.
¿Estaba dando a entender lo que yo creía que estaba dando a entender? Su hermana... Su hermana ya no estaba aquí; la risueña chica de la fotografía, la que escuchaba la nana que su hermano cantaba para tranquilizarla, la que le debía una risa por cada lágrima, esa ya no estaba aquí y nunca podría regresar. Caí en la cuenta de la gravedad del asunto y comencé a llorar como una magdalena, podía sentir la desolación, la angustia y la añoranza que reflejaba su rostro.
—Lo siento —fueron las dos únicas palabras que pude pronunciar.
—Hoy he ido al cementerio a visitarla, hace dos años que se fue —habló al cabo de un tiempo, cuando las lágrimas dejaron de brotar de sus ojos.
—De verdad que lo siento —repetí arrepentida de mis actos—, te rompí el portafotos... Un recuerdo con tu hermana, algo tan importante para ti...
—Tranquila, los recuerdos que tengo con ella no desaparecen por romper un marco de fotos —me consoló con su bonita sonrisa.
—¿Por qué siempre acabas consolándome, incluso cuando yo intento consolarte a ti? —le lancé un reproche más que una cuestión.
—Porque el verdadero genio de la lámpara aquí soy yo, y no quiero que estés triste —musitó, recuperando el brillo en su mirada que tanto lo caracterizaba.
—¿Y qué tengo yo que hacer para que tú tampoco estés triste? —contraataqué yo.
—Quédate, Clara, por favor —me suplicó, sentándome a su lado en la cama.
No comprendí si con sus palabras se refería a que lo acompañase en este delicado momento, o a que no abandonase la terapia grupal. En todo caso, si solo se comportaba de esa forma por trabajo, ¿por qué insistir? ¿qué ganaba o perdía si me daba por vencida o, si por el contrario, luchaba con uñas y dientes? Descubrir la identidad de la chica solo daba respuesta a una de las mil preguntas que rondaban mi mente, y la ambigüedad de sus palabras ayudó a incrementar el número de interrogantes. No obstante, por el momento me quedaría. No sabía bien lo que implicaba, pero su mirada suplicante logró su objetivo esta vez, lucharía... con él.