La oscuridad de su mirada - Libro I

Capítulo 15

Acomodé mis cosas en la nueva habitación del albergue en la que supuestamente me alojaría de forma temporal. La ropa estaba doblada con mucho mimo, Iván debía haberse tomado su tiempo para retirarla del armario y guardarla en la maleta. Con ello deduje que no había sido una decisión tomada a la ligera, sino algo premeditado. De la misma forma yo esperaría pacientemente al regreso de mi compañero. Pasó un día, luego dos, tres sin saber noticias de él, cuatro y cinco. La incertidumbre me mantenía las noches en vela y cada segundo que pasaba tenía más claro el motivo de su huida. Sí, había huido de mí.
Me rompí en mi nuevo dormitorio, Lucía no tardó ni dos segundos en entrar corriendo. Agradecí que me hubiesen dejado mi espacio, sin asignarme una nueva pareja. Eso implicaba darle un carácter decisivo a mi temporalidad. Sin embargo, Ana había escogido una habitación justo enfrente de la que compartían Jaime y Lucía, así en momentos como este no me sentiría tan sola. La chica se acercó hacia mí y con su efusividad característica me rodeó con sus brazos a fin de consolarme ante mis inesperados sollozos.
—¿Qué te ocurre, Clara? ¿Por qué lloras? —inquirió mi buena amiga con cierta desazón una vez que transcurrió un tiempo prudencial para calmar mis descontroladas lágrimas.
—Ese cobarde ha salido huyendo de mí —hablé aún compungida, siendo consciente de mi refutada hipótesis—. Y yo... yo he sido una tonta por hacerme ilusiones. Pensaba que él, no sé, podría recomponer mi alma... Lo peor de todo es que creí en él, confié en él, en sus palabras de apoyo, en sus gestos de comprensión... ¿Cómo he podido ser tan idiota? —concluí, rogándole a Lucía una respuesta que mi propia lógica no podía ofrecerme.
—¿Así que eres una idiota por enamorarte? ¿Eso es lo que piensas? —me confrontó ella—. Según tú, Iván ha descubierto que estás loquita por él y por eso se ha largado —asentí a su discurso—. ¡Ay, amiga, estás muy equivocada! Primero, no confíes en la capacidad de los hombres para captar las indirectas... ¡A Jaime casi le da un infarto cuando tuve que repetirle tres veces que sí, que yo no estaba ciega, que me había dado cuenta de lo que sentía y que yo también lo amaba! Y segundo, no dés nada por sentado hasta no hablarlo. El mundo está lleno de personas infelices y cabezotas que no son capaces de aclarar las cosas por la sencilla razón de que confunden la realidad con el miedo, el miedo a plantarle cara a la vida. Y tú no eres una de ellas —finalizó su discurso motivador.
—¿Y qué hago entonces? —pregunté más para mí misma que para obtener una respuesta de Lucía. No obstante, escuché su voz y no la de mis pensamientos.
—Para de darle vueltas a todo y cuando vuelva, lo habláis... Ahora prepárate, ¡que nos vamos de acampada! —esbozó eufórica al tiempo que daba saltitos. Una sonrisa se dibujó en mi rostro, había conocido a una verdadera amiga.
La chica estaba en lo cierto, necesitaba desconectar y la naturaleza que me rodeaba podía ser partícipe de ello. La "fase de actuación" había dado comienzo: Ana había organizado un encuentro en el bosque para enfrentar nuestros miedos. Así que apenas unas horas después, nos encontrábamos en un campamento improvisado con todos los utensilios y víveres necesarios para pasar el resto de la velada. Durante la tarde nos adentramos descubriendo la flora del lugar, puesto que la fauna era mejor no investigarla... El grito de una compañera al ver una araña hizo que Ana obviase esa parte para que aquellos pequeños animalillos prosiguieran en su hábitat sin que sus diminutas vidas corriesen peligro.
Una vez montadas las tiendas de campaña, todo el grupo nos sentamos en círculo alrededor de una hoguera. Aún era pronto para degustar los apetitosos bocatas que las cocineras nos habían preparado, así que llegó el turno de proseguir con el objetivo de esta acampada. Empezamos anotando nuestros miedos en un papel, de esa forma conseguíamos tener una mayor capacidad de decisión sobre ellos, nos explicó la psicoterapeuta. La siguiente tarea fue, a modo de juego, verbalizar y dejar por escrito los pros y los contras de exponernos a nuestras fobias, sumando cada participante una razón a la lista de ventajas e inconvenientes. Aquello pareció surtir efecto en mí y en los demás compañeros, el listado de cosas a favor le ganaba por goleada al de desventajas. Y eso se traducía en algo que ya había rechazado tiempo atrás: mi capacidad de resiliencia.
Para concluir, fuimos uno a uno acercándonos a la hoguera y quemando aquel fragmento de papel que guardaba nuestros temores, y en mi caso, el mayor de mis secretos... "Miedo a la oscuridad, a los espacios cerrados y al amor". Esto último no era algo de lo que yo hablase en público, es más, si me pidiesen ordenar jerárquicamente mi lista de miedos, ese ocuparía el primer puesto. Superando lo primero, podría lograr el resto, y eso lo había aprendido con Iván. El mismo chico que buscaba con la mirada desde aquel paraje arbolado. Su cabaña quedaba justo en un ángulo dentro de mi campo visual. "Ojalá estuviese allí, hablaríamos y zanjaríamos cualquier malentendido", pensé.
—¡Es tu turno, Clara! —la voz de Ana me hizo despertar y volver a la realidad. Quemaría esa maldito papel y con él, todos mis miedos. TODOS.
—¡No le tendré miedo a nada! —clamé victoriosa a la vez que mis compañeros rompían en aplausos y yo depositaba el papel en el fuego. Ver cómo las llamas iban reduciéndolo hasta quedar hecho cenizas me hizo sentir en calma. La misma paz y tranquilidad que sentía al perderme en los ojos grises de Iván...
Después de saborear nuestras viandas, los chicos charlábamos animosamente sobre nuestras inquietudes, nuestras fortalezas y nuestro afán de superación. No veía tanto optimismo junto desde hacía años, todos parecíamos experimentar un cambio en nuestras vidas. Ahora mirábamos con ilusión el futuro, las cadenas que me mantenían atada al pasado cada vez eran menos pesadas y más delgadas, como si llegase el momento en el que se volvieran tan frágiles que con un ligero impulso pudiese romperlas. Los ánimos movían montañas, y como si mi deseo se viese cumplido en ese preciso instante, una tenue luz procedente de la antigua cabaña en la que me hospedaba me hizo reaccionar.
Justo en ese momento supe que era mi oportunidad, no de escapar como días atrás hubiese pensado, sino de dirigir mis pies al lugar donde enfrentar el peor de mis temores. Si bien, no podía levantar sospechas. Debería esperar pacientemente a que todos estuviesen dormidos o, al menos, ocupados dentro de sus tiendas de campaña. Y decía esto último porque la pareja de tortolitos que tenía frente a mí estaban dedicándose tantos arrumacos que era bastante probable que no pegasen ojo en toda la noche.
—Bueno, parejita, será mejor que nos vayamos a dormir... En mi caso, claro, porque ya veo que la noche aún es joven para vosotros —les dediqué tal insinuación a unos Jaime y Lucía que me miraban ruborizados.
—¿Seguro que no quieres que me quede un rato contigo? —me preguntó la chica, debatiéndose entre pasar la noche conmigo o con el amor de su vida.
—Que no, amiga, yo ya tengo mis refuerzos preparados —moví la mano con la que sostenía la linterna—, y dejaré una rendija de la puerta de la tienda abierta...
—Eso ya es un gran paso —me animó Jaime que no dejaba de hacerle ojitos a su chica.
—¡Venga tortolitos... y no hagáis demasiado ruido! —inquirí, provocando una risita nerviosa a modo de respuesta.
Una vez que mi plan estaba en marcha, esperé veinte minutos de cortesía, y a eso de las doce salí de mi tienda de campaña y me dirigí bosque a través hasta mi destino. Rezaba por que la luz siguiese encendida, de lo contrario su dueño podría no encontrarse allí o incluso podría perderme en mitad de la nada. Pero mis plegarias habían sido escuchadas y la luz cada vez se volvía más nítida a mis ojos. Estaba a escasos metros de la cabaña, aunque la distancia no era algo significativo para mí. Más bien suponía el inicio de algo que pondría patas arriba mi vida. La decisión ya estaba tomada, para bien o para mal. El mundo era de los valientes, de quienes afrontaban la realidad por muy dura que fuese, de quienes lo intentaban. Podía caerme, sí, pero volvería a levantarme y seguiría intentándolo. Superaría mis miedos, por orden de prioridad, porque si de algo estaba segura era de que aquellos ojos no eran los del monstruo de mirada intimidante.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.