Permanecimos inmóviles, en la misma posición, dejándonos llevar por el roce de nuestros dedos. La calidez de su mano envolviendo la mía, devolviéndome la serenidad de los días pasados y devolviéndole la calma que ahogaba su ansiedad. Quería continuar así toda la noche, pero el reloj no paraba y alguien podría echarme de menos en el campamento. Nos profesábamos un apoyo mutuo que había viajado hasta los confines de nuestros corazones, despertando sensaciones que un día creí imposibles de albergar. Los hechos prevalecían sobre las palabras, y ningún "te quiero" sería más sincero que el aura que se había creado entre nosotros... "Debo irme", pensé para mí misma; frase que a continuación, y muy a mi pesar, tuve que verbalizar.
—Debo irme —le rogué más a modo de súplica para que me dejase ir, que con la autoridad que podrían expresar mis palabras.
—¿Tan pronto? —balbuceó, haciéndome pucheros y agarrando mi mano con fuerza, a fin de que no pusiese en práctica mis palabras—. Te acompaño, no me fío de ti —agregó con sarcasmo.
—¿Con que confiabas plenamente en mí? —contraataqué yo, siguiéndole el juego.
—¿Y si pretendes escapar? —me retó guasón—. Es más, no te soltaré la mano... Que no estoy hoy para perseguirte por el bosque...
—Ya me estás tratando como una cría otra vez —inquirí, levantándome y tirando de él para conseguir la misma acción.
—Solo cumplo mi promesa —masculló para sus adentros... ¿Qué matiz había tomado dicha promesa?
Atravesamos la puerta trasera para volver al interior de la cabaña. El olor ya no era tan fuerte como antes, pero la casa continuaba revuelta. Iván se olfateo buscando comprobar si ese aroma seguía impregnado en su ropa y su piel. Me miró con una mezcla de arrepentimiento y vergüenza, ver cómo lo consumía el caos y las drogas debía ser devastador para él. Y más sabiendo que había sido una dura etapa de su vida de la que había salido tiempo atrás, y ahora esa espiral asomaba con engullirlo de nuevo.
—No me iré de tu lado, a menos que tú lo quieras —le recordé, devolviéndole una mirada cargada de apoyo y, por qué no, de cariño.
—Sería un capullo si lo hiciese, pero si eso pasara y me reenganchase a esta mierda, me lo tendría bien merecido —gimoteó él, reprendiéndose duramente.
—No digas eso ni en broma, ¿me has oído? —le insté a no defender tan deplorable causa.
—A veces pienso que qué he hecho yo para merecerte —suspiró al tiempo que se dirigía a su dormitorio para coger ropa limpia—. Voy a darme un ducha, quince minutos y vuelvo... Dejo en "pause" mi promesa de no soltarte, a no ser que... —y un lujurioso pensamiento me rondó la cabeza a la vez que el rubor pintó mis mejillas—. Lo siento, no quería ofenderte.
Yo le solté la mano, no tuve el valor ni de aceptar sus disculpas ni de denegar su ofrecimiento. Me imaginé la situación y volví a sonrojarme, él duchándose, desnudo, sosteniendo mi mano. El calor invadió mi cuerpo y decidí abandonar un sueño, podría decirse que ardiente. Acto seguido, procedí a abrir las ventanas para ventilar el ya no tan cargado ambiente. Recogí el menaje de la cocina que parecía llevar siglos allí y tiré los desperdicios y las sobras alimenticias a la basura. El hedor a podredumbre me llevó a taparme la nariz mientras lo hacía. Eso me hizo recordar lo saturado que podía sentirse el ser humano cuando se creía sumido en un pozo sin salida, la muerte, la drogadicción o cualquier otra vía de escape que pudiese hundirlo más, por muy paradójico que sonase.
Accedí al pasillo que daba a las habitaciones, aquella que me sirvió de alojamiento se encontraba intacta, impecable, como si fuese la única estancia de la casa que no había sido invadida por el osado torbellino emocional del joven. Y aún más impactante era contrastar ese orden y pulcritud con la ropa apilada que cubría el suelo del cuarto del anfitrión. Todo estaba tirado por doquier, no solo lo textil, sino objetos y pertenencias personales. Traté de poner algo de orden en aquel insólito lugar, y entre sábanas revueltas pude divisar la fotografía de su hermana, a la que tanto extrañaba y añoraba, y junto a ella algo que no era de su propiedad: mi pañuelo. Ese que no había echado en falta, pero que adornaba mi coleta con la tendencia, ahora de moda, "coquette".
—Ya estoy listo —me susurró al oído, acercándose a pasos sigilosos. Yo salté en respuesta, ¡qué susto!
—¡Me has asustado! —grité algo cabreada—. ¿Y esto —dije señalando el pañuelo—, con qué permiso lo has cogido?
—Me lo quedé como pago por haberte hospedado en mi casa —me sacó la lengua en señal de desafío, mientras me agarraba la mano con fuerza.
—¿Con que no piensas devolvérmelo? —gruñí.
—No —dijo el muy osado.
De modo que salimos a regañadientes, más bien yo salí a regañadientes, él mantuvo su sonrisa victoriosa durante todo el trayecto. Su fuerte agarre deshizo mi negativo gesto y copié su sonrisa. Quien me viese, me tomaría por una tonta enamorada. ¿No era eso al fin y al cabo, una tonta enamorada? La linterna iluminaba el suelo anticipando nuestras pisadas, y el campamento pronto quedó a la vista. Nos acercamos sigilosamente a la tienda de campaña, los ruidos del amor que se profesaban Jaime y Lucía nos llevaron a contener una risita y, posiblemente, las ganas de que nosotros fuésemos los protagonistas de tan íntimo acto en un futuro. Finalmente, abrí la cremallera de la tienda y me dispuse a entrar, mas la fuerza de la mano contraria que sostenía la mía me hizo voltearme. Quedé frente al rostro iluminado de Iván, tan cerca de él que los nervios me traicionaron perdiendo así el equilibrio y cayendo de espaldas sobre el colchón hinchable. El chico cedió a mi estrepitoso movimiento y quedó sobre mí. La linterna voló en el interior, al mismo tiempo que una de sus manos ahogaba el grito de sorpresa que quería escapar de mi boca y sujetaba mi... mi cadera con la otra. Y lo empujé, lo alejé de mí, dejé escapar unas lágrimas de desesperación ante la respuesta de mi cuerpo. "¡Joder! Si quiero, ¿por qué no puedo?", me increpé a mí misma. Allí estaba esa cicatriz intocable, esa que solo me recordaba la dolorosa experiencia que viví en el pasado.
—¿Es por la cicatriz? —me preguntó Iván en voz baja como si se hubiese percatado que el instinto de mi reacción no era equiparable a mis deseos.
—¿Cómo lo sabes? —expuse afirmando su cuestión.
—Me he dado cuenta de que reaccionas así cuando acaricio tu cadera. Vi tu cicatriz aquella noche, cuando gritabas entre pesadillas —explicó sosegado—. ¿Te la hizo ese hijo de puta? —añadió con tono amenazante, le hervía la sangre con solo pensarlo.
—Sí —traté de decir, omitiendo los recuerdos de mi mente—. Es la forma en la que reacciona mi cuerpo inconscientemente, por instinto trata de aprevenirme para evitar que algo malo suceda. Y no lo puedo controlar, por mucho que lo desee... Me ha dejado marcada de por vida —confesé rota.
—Te ha dejado marcada, sí, pero es una marca de lucha, de lo valiente que eres, una herida de guerra —me apoyó cogiéndome la mano de nuevo—. Eres una luchadora, Clara, y no me cabe duda de que podrás con todo.
—Ya, pero... tú... tú... —comencé diciendo sin saber cómo expresar mis dudas.
—Tómate el tiempo que necesites, no tengo prisa ninguna —alargó el último vocablo—. Con estar a tu lado, me es suficiente.
—¿Me esperarás? —insistí queriendo escuchar un sí de sus labios.
—Por supuesto que sí, cariño —confirmó, mientras yo tocaba con uno de mis dedos su boca. Quería palpar sus palabras de amor.
Definitivamente era una loca enamorada. Nunca pensé que encontraría a alguien en quien confiar mis dudas y temores, alguien que estuviese para mí, que entendiese mis conflictos internos y que respetase mis decisiones. Nunca pensé que aquel chico que se jactó de mi comentario ocuparía hoy mi corazón, el lugar más importante de mí. Porque desde ese día había descubierto cuál era mi lugar favorito o, mejor dicho, quién. Podría quedarme a vivir en aquella oscura mirada que solo daba color a mis días grises. Él se había convertido en mi lugar seguro, ese donde no solo la paz y la tranquilidad reinaban, sino que convivían en perfecta armonía con el amor que nos profesábamos.