El sol salió y mis deseos de seguir cobijada entre los brazos de Iván permanecieron a pesar de que las estrellas, tan trabajadoras como de costumbre, le hubiesen pasado el relevo al más importante de los astros. Pero como bien decía el refrán "si breve, dos veces bueno", y la intromisión de dos sujetos en mi tienda acabó con tan placentera escena. Una Lucía impactada se asomó a través de la unión de ambas cortinas que actuaban a modo de puerta, y pronto el grito que salió de su boca sirvió como reclamo de su adorado Jaime. La pareja, comparables a la expresión de "El grito", nos miraron con asombro despertando el rubor en mis mejillas, al mismo tiempo que un atolondrado Iván se desperezaba.
—¡Ay! ¿Pero qué ven mis ojos? —saltó Lucía cayendo sobre mí, provocando que Iván reaccionara al instante ante tal intromisión.
—Ya veo que la gente se pelea por tus abrazos —comentó con tono guasón.
—Esta Clara es taaan adorable... Tendré que aprender a compartirla —musitó mi amiga pellizcándome la mejilla y haciéndome recordar a mi tierna abuelita.
—¡Qué cosas dices...! —le reproché.
—Bueno, como veo que no nos presentas —me reprendió a mí—, ya lo hago yo... Tú debes de ser Iván, soy Lucía, la mejor amiga que tu chica tiene aquí —rió él ante el determinante utilizado—. Y él es Jaime, mi novio.
—Encantado de conoceros —respondió "mi" chico.
—¡Hola! —exclamó devolviéndole el saludo—. ¡Vamos Lucía, quizás quieran algo de intimidad! —le rogó Jaime, sin detenerse a valorar lo que podía desatar la tergiversación del significado de sus palabras.
—¡No, no, no! La parejita ya tendrá tiempo después, ahora tenemos que hablar de ciertas cosas de amigas —enfatizó esto último como si fuese algo en clave.
—Vale, vale... Os dejaré a solas —aceptó Iván, saliendo de la tienda para después iniciar una conversación con Jaime... Rezaba porque no fuese una ronda de preguntas como la que mi mejor amiga me tenía preparada.
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—Que sí, no seas pesada, Lucía... Te juro que te lo contaré todo —expuse por décimoquinta vez desde que mi amiga me avasalló a preguntas.
—¿Todo, todo? —insistió con un tono un tanto lascivo.
—¡No quiero hablar de esas cosas! —hice un mohín como negación—. Claro que mejor de ti no hablamos... Espero que nadie os escuchase anoche —le chinché, dándole una palmadita en el hombro.
—¡Mierda! ¿En serio nos escuchaste? —clamó algo avergonzada.
—Os escuchamos —confirmé lo obvio.
—Bueno, allá vosotros... Cuando yo te diga lo mismo, no quiero dramas —espetó entre risas y, tras unos segundos de incómodo silencio, prosiguió—. Clara, es él.
¿Era él? ¿La confianza mutua y el cariño recíproco que nos profesábamos era suficiente para superar el peor de mis temores? Me giré hacia él para verlo, como si contemplarlo me ayudase a resolver mis dudas. Iván me dejó embobada con su sonrisa, estaba jodidamente enamorada de él. Podía ser él, es más, casi estaba segura de que sería él. Proseguimos con la caminata que nos llevaba de vuelta al albergue. Ya lo había hablado con Ana, regresaría a la cabaña por los motivos que, a estas alturas, todos los integrantes de la terapia grupal conocían. Incluso me aventuraría a decir que todos los alrededores habían sido partícipes de la buena noticia.
Desde ese preciso instante Iván se convirtió en alguien imprescindible en mi vida, en mi principal apoyo, en el motor que lograría derrocar mis miedos. Y me dejé llevar por aquella sensación de acogida, por el amor que me embargaba cada abrazo suyo. Sin embargo, no significaba que hasta ese momento me hubiese sentido sola, puesto que mi familia, pese a no reconocerlo en el día a día, siempre estaba conmigo. Si bien, él era distinto. Era él. Sencillamente, él. Y la confianza que había depositado en mí, había cultivado la semilla que se oponía a germinar en mi interior. Y tal y como él confiaba en mí, yo lo hacía en él. Así que, motivado por nuestro poder de superación conjunto, accedió a participar en las reuniones de apoyo.
En el fondo, su mundo interno se erigía sobre cimientos resquebrajados y su falta de autoestima lo hacía tambalear. Lo había comprobado con mis propios ojos, la terapia grupal también sería beneficiosa para él. "La unión hace la fuerza", y más que nunca era consciente de tal proeza. Aprender a valorarse a uno mismo, a dejarse ayudar y hacer lo mismo para con el prójimo, eran enseñanzas que mi persona especial, por llamarlo de algún modo sin emplear el término "novio", estaba asimilando. Y tal y como él estaba nutriéndose de tales características, yo también me sentía como una niña en un colegio nuevo. Su cercanía y la seguridad que me aportaba me hacía avanzar en mi reto a pasos agigantados.
La banda que cubría mis ojos me llevaba directa a la oscuridad más profunda. Los ánimos de mis compañeros, y en especial los suyos, mantenían contenida la vorágine de emociones que recorrían mi organismo. Miedo, desazón, cobardía, y a la vez desafío y confianza; todo podía definirme un poco. Con ello, Ana me había preparado para afrontar mis fobias. Y decía "mis", porque según había explicado, la nictofobia parecía ser el eje principal de mis temores, y la claustrofobia estaba asociada a ella. Eso significaba que superando una, la otra sería pan comido. Claro que en cuanto al terreno amoroso, debería trabajármelo mucho más. De forma que para acercarme al primero de mis objetivos, mis compañeros se habían atado sus manos con una larga cuerda que servía como camino hasta la meta: liberarme del miedo a la oscuridad.
Con los ojos tapados y sumida en un mundo carente de iluminación, comencé a recorrer el trayecto guiándome a través de la cuerda. Llegué hasta el primero de mis compañeros, desaté sus manos y un grito en apoyo me hizo proseguir: "No le temo a la oscuridad". Continué el camino y conforme avanzaba, las palabras de ánimo se fueron agolpando en mi cabeza. "Tú puedes, Clara", "Eres una luchadora", "Lo vas a conseguir", "Ánimo"... Tan alentadores mensajes me llenaron de confianza, ahora veía el vaso medio lleno en lugar de medio vacío. Llegué al final del juego y, por tanto, hasta aquello que tanto había soñado. Iván me felicitó cariñosamente con un beso en la frente:
—Felicidades, Clara, eres un ejemplo a seguir. Una chica fuerte y valiente. Te quiero —concluyó con los ojos casi llorosos. Podía ver mi alegría reflejada en sus ojos, y el amor en sus palabras. El chico colocó una pulsera trenzada, supuse que por él mismo, sobre mi muñeca—. Con ella ya nunca volverás a sentir miedo...
—Gracias —admití plena de felicidad por semejante detalle, lo que podía ser ínfimo para algunos, para mí era el más preciado de los regalos—. Yo también te quiero —le devolví el requiebro. Ahora comprendía lo que significaba el amor, darlo todo sin buscar nada a cambio. Todas las inquietudes que me carcomían sobre no estar a la altura de semejantes términos se habían disipado al igual que la nictofobia. Estaba superando los obstáculos que se erigían en el camino.
Ahora ya no había un monstruo de mirada intimidante que gobernase mi vida, que me acechase cuando la oscuridad se cernía sobre mí. Ahora podía incluso sentir la libertad que antes me mantenía cohibida, podía volar con mis propias alas, me había convertido en una dulce mariposa. Las cadenas habían desaparecido casi por arte de magia... Aunque, ¿a quién quería engañar? Yo misma había trabajado duro para romper cada uno de los eslabones. Nada ni nadie dominaría mi vida. Aquel día elegí vivir, luché buscando estar a salvo y escapé de las garras de ese cabrón. No obstante, una vez lejos de él me resigné a coexistir bajo su sombra. Su voz me perseguía, su presencia solo existente en mi cabeza desequilibraba la balanza a favor del miedo y las inseguridades. Hoy, algo había cambiado. Quizás fuese por el logro alcanzado, tal vez por la declaración de amor; lo importante era el resultado.
—YA NO TE TENGO MIEDO —resonó mi voz con eco en el alto pabellón.