Para superar los miedos no solo había que soltar el pasado, a aquel monstruo que tanto daño me había provocado, sino agarrarse con fuerza al presente. Y yo tenía razones para hacerlo. Lo tenía decidido, él era mi motivo para seguir, siempre lo había sido. Hizo todo lo que pudo por romper mis cadenas, las debilitó tanto que con un ligero impulso pude romperlas. Tal vez ahí residía la clave del éxito, la confianza mutua. Su apoyo era importante, pero el esfuerzo propio era imprescindible. Solo yo tenía el poder de liberarme, ojalá me hubiese dado cuenta antes. "Nunca es tarde si la dicha es buena", decían...
En la sesión grupal de hoy, Ana nos invitaba a reflexionar en quienes habían depositado su confianza en nosotros, aun sabiendo que no éramos conscientes de ello; aun sabiendo que los dejábamos de lado sin reconocer siquiera su valor; aun sabiendo que de esa forma les hacíamos sufrir. ¿Cuántas veces me había quejado de mi madre por haberme metido en este estúpido campamento?, ¿cuántas veces me había expresado con palabras de odio hacia ella? ¡Joder!, mi madre, aquella que me había dado la vida, ¿merecía que su hija fuera tan desagradecida con ella? Llegar a esa conclusión me hacía temblar de frustración, de rabia, de culpa. Nada más terminar la charla, marqué su número y presioné el botón de llamar:
—Mamá —musité con la voz rota—, mamá...
—Dime, mi vida, ¿te ocurre algo? —sus palabras solo sirvieron para accionar mi llanto, lo que conllevó a que su preocupación se elevase a niveles estratosféricos—. Clara, cielo, contéstame por favor.
—Mamá... ¿Me perdonas? —le rogué suplicante.
—Por supuesto que te perdono, pero ¿qué ha pasado? ¿estás bien? —se animó a decir barajando, probablemente, múltiples opciones. Todas con un fatal desenlace. Me dió miedo pensar que mi madre creyese que estaba a punto de atentar contra mi vida de nuevo.
—Estoy bien, mamá. No te preocupes por eso, creo que estoy mejor que nunca —reí tratando de calmar mis sollozos, aunque más bien podría ser por mi nerviosismo—. Perdóname por haberte dicho que te odiaba, sabes que te quiero y que solo estaba enfadada por obligarme a acudir a mil psicólogos para superar mi trauma. Perdóname por haberte tratado mal y, sobre todo, perdóname por no haberme comportado como la hija que merecías —agregué de seguido. Su mutis concluyó cuando el sonido de su llanto llegó a mis oídos.
—¡Hija mía! Sabes que todo lo hice buscando tu bien, lo único que quería era que te recuperases. No me importaba si con ello pensabas que era la peor madre del mundo. Escuchar tu risa es suficiente para demostrar que ha valido la pena —tomó aire, una breve pausa que sirvió para que las dos intentásemos reponernos de tan profundas confesiones–, mi vida, eres la hija que toda madre sueña tener. Antes de que me pidieses perdón, ya estabas más que perdonada. Te quiero, eres la luz de mis ojos y siempre supe que nadie sería capaz de apagar el brillo de tu mirada.
—Yo también te quiero —afirmé mientras me limpiaba las lágrimas que recorrían con presteza mis mejillas–, a ti, a papá, a los abuelos...
—No te culpes, todos entendíamos tu dolor, y estoy segura de que muy pronto regresará aquella niña risueña que hacía pucheros cada vez que me pedía una chocolatina y yo la consentía dándosela —el hecho de rememorar aquello me dibujó una sonrisa—. No sé cuál será el motivo, o mejor dicho quién, pero estaré encantada de conocerlo...
—¡Mamá! —le reprendí por su comentario, si bien su osadía acertaba de pleno en la diana. De repente, una voz se sumó a nuestra conversación a pesar de que no hubiese sido invitado a hacerlo.
—¡Clara! ¿Dónde estás? ¿No piensas recibirme con un beso? —gritó a todo pulmón, lo que provocó que quisiese desaparecer de la faz de la tierra.
—Tengo que dejarte, mamá, hablamos otro día —me excusé al tiempo que escuchaba sus risas a través del auricular. Lo había oído todo, TODO.
—Está bien, mi vida, parece que te reclaman —se despidió sin disimulo—. Te quiero.
—Y yo más... Chao —me apresuré a colgar la llamada antes de que mi chico se atreviese a soltar cualquier otro comentario aún más indecente.
Salí en su busca. Los "te quiero" habían pasado a ser la frase que más repetía estos días. No solo mi madre era la destinataria de tal muestra de amor, sino que mis nuevos amigos también recibían ese requiebro cada dos por tres. Sin embargo, quien me hacía despegar mis labios para poner en práctica mis palabras era únicamente Iván. Sin pensarlo, salté y me agarré de sus hombros para plantarle un beso que cualquiera podría interpretar como el recibimiento que compartían dos personas que llevaban meses, incluso años, sin verse.
—Me voy diez minutos y no me echabas de menos —se separó de mi boca para inspirar el oxígeno que sus pulmones necesitaban, o de lo contrario...—. Ya estaba preocupado, sin tu beso ya no sabía si era bienvenido en esta casa.
—¿Cómo no vas a ser bienvenido en tu propia casa? —rodé los ojos en señal de desacuerdo—. Estaba hablando con mi madre y, por cierto, creo que quiere conocerte —me encogí de hombros buscando conocer su respuesta.
—¿Le has hablado de mí? —inquirió algo nervioso.
—No directamente, pero es que mi madre es mejor detective que yo —repuse intentando relajar el ambiente.
—Ya veo... de tal palo, tal astilla —murmuró—. Y por tu sonrisa veo que...
—¡Sí! ¡Nos hemos reconciliado! —terminé su frase confirmando las buenas noticias—. Bueno, más bien yo me he reconciliado con ella.
—¡No sabes cuánto me alegro! —me abrazó con esa calidez que me dejaba sin aliento.
—Algún día tendrás que conocer a mi familia —intenté no sucumbir a la oleada de sensaciones que sus caricias despertaban en mí—... Y yo a la tuya.
—Ya —admitió cortante. Iván siempre había sido demasiado hermético con su pasado y su entorno. En cuanto a familiares, solo sabía de su triste hermana fallecida. Sin embargo, había algo que le impedía hablarme del resto de sus allegados.
—Creo que no debería haber secretos entre nosotros... —comencé diciendo adentrándome en lo que podía convertirse en tierras pantanosas.
—Tienes razón... Yo... yo te mentí sobre la razón por la que le pedí a Ana que te mudases al albergue. Aunque bueno, no fue del todo una mentira, sino una verdad a medias —su confesión me sorprendió sobremanera, para nada me esperaba que hablase sobre ese tema—. Aquel día escuché tu historia, cómo ese hijo de puta —apretó sus nudillos para no ahondar en el tema ni soltar todos los improperios que ese monstruo se tenía bien merecidos— te hizo daño y yo... me entró miedo. Por supuesto que quería luchar por ti, pero ¿y si yo también te hacía daño sin quererlo? En ese momento no sabías lo de mi adicción... Viviste algo tan duro que lo que menos necesitabas era a alguien que en un momento de bajón recayera en las drogas. No era bueno para ti, eso pensaba hasta que aquella noche te presentaste delante de mi puerta y no te asustó verme tal y como era. Al contrario, decidiste abrirme tu corazón, y por lo que pude deducir, te declaraste —se rió al pensar en mi forma de expresar mis sentimientos—. Por ti me prometí a mí mismo no caer otra vez, es más, me di cuenta de que sin ti ya nada tenía sentido.
Después de escucharlo, sentí mis emociones aflorar en mi interior. Yo me había convertido en su medicina, en su vía de escape. Nunca antes me había sentido tan importante para alguien, ¿de verdad yo lo había ayudado? ¿no era él quién me había salvado a mí? Comprendí que las fuerzas flaqueaban en los momentos menos indicados, que la ansiedad nos podía jugar una mala pasada y que siempre estaba acechando en la sombra. Sentirse incomprendido, solo, sin ánimos para seguir adelante, carente de cualquier amor que te pudiese brindar otra persona, menospreciarte a ti mismo, infravalorarte... Todo ese compendio de sensaciones eran las que erigían sobre uno mismo una pared de bloques que cada vez se iba volviendo más alta, quedando al final en el fondo de un pozo del que muy pocas veces se era capaz de salir. Ese pozo emocional, llamado depresión, que llevó a Sandra a quitarse la vida; ese pozo emocional, llamado secuestro y agresión, que me llevó a atentar contra mi existencia; ese pozo emocional, llamado drogadicción, que llevó a Iván a un mundo de inseguridades y repleto de culpabilidad que por poco lo obliga a abandonar este mundo.
—Tú nunca serías capaz de hacerme daño —le confirmé devolviéndole una sonrisa, de esas que él mismo se esforzaba en dibujar cuando mis días grises asomaban con esconderla—. Un día me dijiste que el pasado ya no se podía cambiar, y yo te contesté que si no te gustaría olvidarlo... ¿Qué tal si olvidamos todo lo malo y nos quedamos con lo bueno? Nos pasamos la vida recordando todo lo que nos hizo sufrir, pero quizás no le damos el lugar que merece a todo lo bueno que hemos vivido.
—Clara, te prometo que solo nos quedaremos con lo bueno y... ¿sabes qué? En un futuro no tendremos que preocuparnos de eso, porque no dejaré que nada malo te pase. No te haré daño, nunca.
Sus palabras parecían tan verdaderas, emanaban cargadas de sentimiento desde lo más profundo de su corazón que nunca llegué a pensar que esa afirmación pudiese convertirse en una oración interrogativa. Al fin y al cabo, la definición de promesa hablaba de un acuerdo en el que las dos partes se comprometían a realizar un acto... ante el cumplimiento de una condición o el vencimiento de un plazo. ¿No era suficiente con prometerte amor eterno? ¿o tenía nuestro amor fecha de caducidad?