Salí del recinto que rodeaba aquella preciosa playa, la misma de la que solo pude disfrutar su brisa marina. Un entorno tan apacible no era digno de ser vulnerado por semejante disputa, pero así de imprudente era el destino. Caminé hacia el aparcamiento, a lo lejos divisé el coche de Iván que huía a toda velocidad; al contrario que el de mis amigos, que permanecía estacionado oculto detrás de unas rocas en el mismo lugar que lo dejaron para no levantar sospechas ni aguar la sorpresa. Jaime y Lucía continuaban dentro de su coche, como si estuviesen esperando a que el volcán entrase en erupción y buscase resguardarme en un lugar seguro. Lo que no pensaban era que quien acabaría huyendo en primer lugar sería Iván. Siempre acababa huyendo, con la única diferencia de que yo dejaría de ser la tonta de esta historia, la idiota que siempre terminaba buscándolo. ¡Y cómo no!, más tarde tendría que tragarme mis palabras.
Me subí al coche con el alma rota. Me había sentido usada, como un juguete roto desechado por un niño o, aún peor, uno en el que había perdido todo su interés. En definitiva, fui un juguete que lo dió todo por él, le regalé mi corazón y ahora solo quedaba vacío en mi pecho. Dentro del vehículo, la pareja me miró con desolación, seguramente nuestros gritos habían sido escuchados en todo el perímetro. Con la mirada les rogué que no me dijesen nada; simplemente necesitaba estar en silencio, lidiar con mis demonios internos y contener así el llanto. Lo primero era algo involuntario, que provenía del subconsciente; lo segundo, una ardua tarea difícil de lograr. De modo que los tres regresamos al campamento sumidos en nuestro mutis, hasta que yo rompí ese acuerdo no verbal:
—No quiero volver a la cabaña —articulé con la voz rota. Me dolía recordar ese lugar, me dolía recordarlo a él.
—Hablaremos con Ana y le pediremos que te deje quedarte en el albergue —accedió Lucía, girándose en mi dirección para lanzarme así una sonrisa tranquilizadora.
—¡No! —me negué a gritos—. No quiero que se entere, querrá que le cuente lo que ha pasado y no quiero hablar de eso por ahora —agregué más sosegada.
—Está bien, se nos ocurrirá algo —asintió Jaime al tiempo que se adentraba en la intersección que nos llevaría hasta el albergue.
—Jaime y yo nos hemos peleado —soltó Lucía de repente, haciendo que el resto de ocupantes nos quedásemos asombrados. Y con el resto me refería a mí y al propio protagonista de dicha ofensa—. Pondremos esa excusa para que Ana nos deje otra habitación.
—Pero... —Jaime intentó oponerse a tal idea.
—No hay peros que valgan. ¡Estamos peleados y punto! —se reafirmó mi amiga, que no contemplaba rechazar su brillante genialidad.
A Jaime no le quedó otra que acatar las directrices de la directora, que parecía haber confeccionado un guión a prueba de bombas. Escuchar cómo ensayaban sus diálogos, su forma de implicarse, todo con un mismo propósito: ayudarme. La amistad que habíamos forjado se había convertido en un vínculo inquebrantable, todo lo contrario a mi relación amorosa con Iván. Me gustaría decir que habíamos cortado, que nuestra conexión se había roto... ¿pero, era correcto hablar de ruptura? ¿cómo podría llamar a aquello que habíamos tenido, si es que en algún momento habíamos sido algo más? Fuese como fuese, nos habíamos distanciado y ya nada podría acercarnos. Yo nunca sería capaz de jugar con los sentimientos de alguien, yo nunca lo habría abandonado. Nunca.
∞∞∞∞∞∞
—¡No vuelvas a hablarme así en tu vida! —le chilló Lucía a Jaime, entrando en cólera. Su primer objetivo lo había conseguido: innumerables espectadores se habían detenido frente a la entrada del albergue para ser partícipes del esperado espectáculo—. ¡¿Elegir Noruega para celebrar nuestro aniversario?! ¡Si sabes que no soporto el frío!
—¡Dijiste que te gustaría ir a ver Los Fiordos! —contraatacó él, llevándose las manos a la cabeza.
—¿Sabes lo que cuesta eso? ¡Ni que fuésemos ricos! ¡Y sólo lo dije una vez! —dramatizó Lucía con aires de una verdadera actriz de tragicomedia—. ¡Llevo meses diciéndote lo bonito que sería celebrarlo en la ciudad del amor!
—¿La ciudad del amor? ¿y dónde demonios es eso? —elevó Jaime el tono de voz. Jamás lo había visto tan irritado como estaba ahora. Hollywood se estaba perdiendo a dos grandes actores...
—¿Lo dices en serio? —escupió ella, haciéndose la dolida—. ¡París!... Pero, ¿sabes qué? Puedes ir tú solito a Los Fiordos, y... congelarte allí mismo —bramó enfurecida, haciendo un ademán exagerado para dejar entrever que la disputa entre ellos había sido algo real y no actuado.
¿Por qué la discusión entre Iván y yo no fue solo eso? ¿por qué no podíamos estar riñendo por tonterías como esa? Porque lo nuestro no había sido una inocente pelea que se pudiese solventar con un romántico beso como Lucía y Jaime habían planeado dentro de un par de días. Pero un par de días no serían suficientes para curar mis heridas, las cicatrices del alma siempre me acompañarían de por vida. Había elegido a quien besaba mis cicatrices pero también a quien abría heridas nuevas. Dos días no serían suficientes para olvidar ese dolor, pero sí para abandonar este sitio. Ojalá me hubiese escapado el primer día, por muchos traumas que hubiese superado en el camino, había caído en una de esas casillas que te hacían saltar varios turnos sin jugar antes de volver a tirar el dado de nuevo. ¿Cuánto tiempo tendría que quedarme allí encarcelada? El juego parecía ser interminable...
Al final de la noche, los enamorados dormirían en habitaciones diferentes. Ana le había concedido a Lucía, de manera excepcional, la habitación que me había sido asignada con anterioridad, la misma en la que tuve que refugiarme la primera vez que Iván huyó. Y allí me encontraba ahora, llorando sola sobre la cama y aferrada a la almohada para que mis sollozos no se escuchasen desde el pasillo. La pareja había aprovechado que las luces se habían apagado y todos estaban durmiendo para reencontrarse en su cuarto, y yo me había beneficiado de tal romántico encuentro. Solté mi ira, mi frustración, pero también mi dolor. Decían que llorar era sanador, pero cuantas más lágrimas derramaba, mayor era mi tortura.
Al cabo de unas horas, Lucía entró en mi habitación y como si fuese capaz de leerme la mente, me resguardó entre sus brazos fundiéndonos en un cálido y reconfortante abrazo. Pensé que mis sollozos habían sido demasiado sonoros, por más que traté de silenciarlos. Sin embargo, no fue mi llanto lo que alertó a mi amiga, sino la presión que sintió al verse interrogada por Ana. ¿Cómo pude ser tan tonta para creer que la psicoterapeuta se iba a tragar el teatro que mis amigos habían montado? Pero no fue ese el motivo que despertó sus sospechas...
—Sé que aún es pronto para hablarlo —reflexionó Lucía, como si dudase en adentrarse en el verdadero epicentro de la conversación—. Pero no sé cuánto tiempo más podremos seguir así, Ana...
—¿Lo ha descubierto? —inquirí, anticipándome a la realidad.
—No del todo —dijo poco convencida—. No sabe que estás aquí, pero está muy enfadada. Nos dió permiso para ir a la playa con la condición de que regresáramos por la noche...
—¿Y qué quieres que haga? ¿Decirle que Iván es un cobarde, que solo estuvo conmigo para dejar de sentirse culpable por la muerte de su hermana, que me ha abandonado igual que hizo con ella? —sollocé con el alma rota. Si me dolió verbalizar todo aquello, mil veces peor me sentí al escucharlo en voz alta. Ya nada tenía sentido en mi vida, nada.
—Clara, no puedes estar encerrada y llorando todo el día para siempre —me reprochó en tono amable, supe que estaba muy preocupada por mí—. Tarde o temprano Ana te descubrirá.
—¿Y qué? —continué compungida—. No quiero ser yo la que dé explicaciones, Iván...
—Iván no ha vuelto todavía —sentenció con firmeza.
En ese momento yo no quise darle a sus palabras la importancia que merecían. Tal vez no quise ver lo obvio, tal vez la oscuridad de su mirada fuese más allá de su trágico pasado familiar y de adicciones. Iván me contó que su madre los había abandonado y que él había hecho lo mismo dejando a Sandra con el maltratador de su padre. Yo también me sentía abandonada... Pero, ¿y qué había de él? Era media noche y la luz de la cabaña permanecía apagada, no había rastro del chico que me robó el corazón. Cogí el teléfono entre mis manos, pero el dolor me impidió marcar su número. No sería capaz de hacerlo, no después de lo herido que se sintió cuando Sandra se quitó la vida. ¿No sería capaz, verdad? ¿No se abandonaría a sí mismo, no?