Desde que tengo memoria, mi padre siempre me dijo que no abriera la puerta. Me decía que aunque el exterior se veía muy bonito, también era peligroso y que, siendo alguien tan susceptible como yo, debía quedarme dentro.
Mi padre también me enseñó que los niños buenos no lloran y que, si lloraba, algo malo podía pasar. Él me inculcó la valentía y la determinación para no llorar.
Asimismo, mi padre siempre me dijo que no gritara, ya que esto lo irritaba mucho. Me explicaba que cuando gritaba, perdía la razón, por lo que me enseñó a valorar el silencio como mi mejor amigo. Además, mi padre me hacía prometer que jamás lo dejaría, pues me quería y me quiere por ser un buen chico.
Hoy, recordé cada una de estas reglas y se las repetí a mi padre. Pensé que él también debería ser un chico bueno y que, por lo tanto, no debía salir, llorar ni gritar. Lo dejé en casa con Botsy, nuestro gran danés, y cerré la puerta. Sé que es un buen chico.
Pero en realidad, ese hombre no es mi padre.
Moraleja: Se un buen chico