—¡No quiero! —grité con todas mis fuerzas mientras los ancianos del pueblo me llevaban colina arriba. No debí comer ese caldo, repetía mi subconsciente. Era extraño no poder moverme, como si estuviera en otro cuerpo, atrapada en una pesadilla viviente.
Mis padres siempre fueron fieles creyentes de las tradiciones. En mi comunidad, era común dedicar semanas enteras a celebrar a “los abuelos”, como los llamábamos desde niños. Se les ofrecían rituales en pos de mejores cosechas y para encontrar nuevas vetas de oro en la mina. Nunca me pareció extraño; incluso yo les pedía favores.
—¡Maldición, suéltenme! —patalee inútilmente.
Pronto me cansé de gritar. Comprendí que no les importaba. El bosque nos rodeaba mientras ascendíamos hacia la cresta.
Intenté mantener la calma, pero grité al verlo: una gran mesa de piedra con manchas rojizas que solo podían ser de sangre. A su alrededor, una cantidad abrumadora de velas negras y rojas formaba un círculo. Entre ellas había figuras religiosas de rostros desfigurados, salpicadas con un color gris rojizo, y dos estatuas de cera con expresiones amenazantes, adornadas con oro.
Era imposible no entender lo que me esperaba. Lloré. Lloré con la impotencia de quien sabe que no hay escape.
Posaron mi cuerpo inerte sobre la piedra. Rezaron. Mascullaron palabras incomprensibles. Se regocijaron con cánticos extraños. Oraron en cristiano, en latín y en otras lenguas que no reconocí. Se inclinaron, se golpearon el pecho y pidieron a la mina. Finalmente, me ofrecieron: mi pureza, mi cuerpo.
Las lágrimas no cesaban. Uno de los ancianos se acercó, limpió mi rostro y susurró que pronto terminarían. Le escupí con todo el odio que pude reunir.
Desperté amordazada con un dolor punzante en el pómulo, solo para darme cuenta de mi desnudez. Lágrimas corrían por mi rostro mientras mis súplicas eran silenciadas por la mordaza. Los ancianos me sostenían. Me lamían. Me susurraban: "Buena niña, buena niña, pronto terminará".
Toqueteaban mis pechos, mis muslos. Lamían mis axilas, mis labios, mis pies. Su olor nauseabundo invadía cada rincón de mi ser. Introdujeron sus lenguas en mi boca, tan profundamente que temí asfixiarme. Sentí sus mordidas, sus manos, sus dientes hundiéndose en mi piel. Pronto no solo senti sus labios en mi humedad sino también dos dedos introduciéndose en mi vagina, senti tantas manos y una voz ronca y senil repitiéndome: "Aprieta más perra, ya casi estas".
Y lo sentí, sentí como iba entrando su miembro en mi pequeño agujero virgen, como se expandia, como ardia, sentí como se iba desgarrando lo poco que me quedaba de inocencia.
No pasó mucho antes de que sus miembros empezaran a poseerme, sentí pollas en la garganta, en las axilas, en el culo, se rozaban tan asquerosamente. Primero uno, luego otro, cada uno peor que el anterior. Mi cuerpo se convirtió en su campo de juego.
El semen cubrió mi rostro, mi pecho, cada rincón de mi ser.
—¡Argh, qué bien aprietas! —gritó uno mientras las lágrimas se agotaban, incapaces de fluir.
Pronto no solo les basto desvirgar mi pobre hendidura, comenzaron a jugar también con mis otros agujeros, las lagrimas ya no salían, ya no tenían por donde.
Se dice que, al pie de esas dos estatuas de cera, se ofrendaron prendas íntimas de mujer. Y un torso más fue entregado a la mina por un año lleno de AbUndAnc!A.
Moraleja: Cuidado con las extrañas costumbres.