Nunca pensé que el amor pudiera volverse tan necesario como el aire, pero así fue. Mi novia y yo, después de tanto tiempo juntos, llegamos a la conclusión de que no podíamos seguir separados ni un día más. Nos conocíamos desde la secundaria, habíamos pasado por tantas cosas juntos que ya no era simplemente una relación: era una conexión profunda, de esas que no se rompen con el tiempo.
Fue una tarde tranquila, justo cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás de los árboles. La llevé al parque donde nos dimos nuestro primer beso. Aquel rincón no había cambiado mucho: los bancos estaban un poco más viejos, y algunas flores luchaban por florecer entre la tierra seca, pero los árboles seguían ahí, altos y frondosos, formando un pequeño túnel verde que cubría parte del sendero. El viento movía suavemente las hojas, y el canto de los sinsontes se mezclaba con las risas de algunos niños que jugaban cerca. Todo parecía en paz, como si el universo se hubiera detenido para darnos ese momento.
Me arrodillé con nervios, pero también con la seguridad de que era lo correcto. Ella se tapó la boca con las manos, los ojos le brillaban, y antes de que pudiera decir palabra, ya me estaba abrazando con fuerza. Aceptó sin dudarlo. Nos íbamos a casar.
Nuestros padres, para sorpresa nuestra, estuvieron totalmente de acuerdo. Tal vez porque sabían que no éramos unos locos, o tal vez porque ya veían que, a pesar de tener solo veinte años, llevábamos más madurez encima que muchos adultos. Así que comenzamos a preparar la boda con lo que teníamos.
La ceremonia fue sencilla pero hermosa. Se celebró en el Palacio de los Matrimonios del municipio. El edificio tenía ese aire antiguo de los años cincuenta, con columnas desgastadas y vitrales que aún conservaban colores vivos. Por fuera parecía más una mansión abandonada que un lugar para casarse, pero por dentro tenía su encanto: paredes de mármol, techos altos y un gran salón central donde nos dieron el “sí”.
Toda la familia estaba allí. Mis primos, sus tías, los abuelos de ambos lados. Algunos lloraban, otros reían, pero todos aplaudieron cuando nos declararon marido y mujer. No hubo lujos, pero sí amor, mucho amor.
Después de la ceremonia, hicimos una pequeña fiesta en el patio de su casa. La comida no era elegante, pero sí deliciosa. Mi tía preparó arroz con frijoles negros y pedacitos de chicharrón. También hubo croquetas caseras, y una ensalada fría con mayonesa de la buena, que alguien trajo “de la shopping”. Para brindar, refresco de tuKola y una botellita de ron Havana Club que reservamos para la ocasión.
Nos reímos, bailamos hasta tarde, y empezamos nuestra nueva vida con la mejor compañía posible: nuestra gente.
Nos mudamos a la casa de sus padres, en un barrio tranquilo pero lleno de historias. La casa era de esas típicas construcciones de los años setenta, con techo de placa, dos cuartos, una sala amplia con muebles de madera pesada, y un portal que daba justo a la calle, donde siempre había una señora sentada vendiendo croquetas o café en jarrito.
Dormíamos en el cuarto que antes era de mi esposa. En una de las paredes, aún colgaban posters viejos de cantantes románticos, y en un rincón quedaba una repisa llena de muñecos de peluche que nunca se animó a botar. El colchón no era el más cómodo del mundo, pero al menos dormíamos juntos.
Los suegros, por su parte, eran personajes. Su papá, el típico cubano bromista, tenía la costumbre de andar en calzoncillos por la casa, incluso cuando había visita. Decía que eso era "su estilo de vida" y que el calor no perdonaba. La mamá de ella era muy conversadora, hablaba sin parar desde que se levantaba hasta que se acostaba, y tenía una risa contagiosa que se escuchaba desde la esquina.
Pero lo más llamativo eran sus costumbres... digamos, naturales. Tenían la peculiaridad de tirarse gases con una tranquilidad asombrosa, como si fuera lo más normal del mundo. A veces, estábamos viendo televisión en silencio y, de repente, ¡prrrr! Uno de los dos se soltaba un pedazo con toda confianza. Luego venía la risa, como si fuera parte del show. Yo al principio no sabía ni dónde meterme, pero con el tiempo me reía también.
Los días pasaban entre risas, discusiones tontas, el olor a café recién colado y esas rutinas cubanas que se vuelven entrañables. Pero no todo era risa. La situación económica del país comenzaba a apretar fuerte.
Un día, nos dieron la noticia: mis suegros iban a vender todo e irse a Brasil. Su hija —una hermana mayor de mi esposa— los estaba reclamando desde allá, y después de meses de papeleo y venta de lo poco que tenían, lograron reunir suficiente dinero para pagar el pasaje y los papeles.
La despedida fue emotiva. Se fueron con dos maletas, una bolsa de pan para el viaje y una mezcla de esperanza y miedo en la cara. El viaje fue complicado: primero a Guyana, luego por tierra hasta Brasil, con paradas incómodas, trámites que parecían no acabar nunca y noches durmiendo en terminales con más mosquitos que gente.
Se fueron, y quedamos nosotros solos en la casa, con la promesa de que nos mandarían algo de dinero desde allá “cuando se pudiera”. Nos dejaron un poco ahorrado, pero sabíamos que no duraría mucho.
Mantener la casa era otra batalla. La comida estaba cara, carísima. Ir a una tienda en MLC era como entrar a un mundo paralelo: un paquete de salchichas costaba más de 5 dólares, un litro de aceite 8, y ni hablar de los productos de higiene. Un desodorante podía costar más de 6 dólares, y el champú era un lujo de ricos.
En la calle, la gente se quejaba todo el tiempo. En la cola del pan, escuchabas a una señora diciendo:
—Esto no es vida, compadre, ni los zapatos puedo comprarle al niño.
En la guagua, otro decía:
—Ya ni frijoles se pueden comer, están a 400 pesos la libra, y eso si los encuentras...
Nosotros aprendimos a estirar cada centavo. Comprábamos arroz a granel, hacíamos potajes sin carne y cenábamos muchas veces pan con mayonesa. Guardábamos el dinero como si fuera oro. A veces apagábamos el refrigerador por horas para ahorrar corriente, aunque eso significara que el hielo se derritiera.