La otra cara del emprendedor cubano.

Capítulo 3: El mejor amigo, la perrita Kira y su madre

Hay personas que marcan la vida de uno sin necesidad de grandes gestos, simplemente estando ahí, en el momento justo, con la palabra correcta, con el silencio necesario. Manuel fue una de esas personas. Alto, con unos ojos azules tan claros que parecía que dentro de ellos vivía el cielo mismo, y una sonrisa que rara vez desaparecía, salvo cuando el mundo se le volvía en contra. Era divertido, escandaloso a veces, mujeriego sin remedio. Amaba la vida, aunque la vida no siempre le devolvía el favor.

Recuerdo una vez que se enamoró de una muchacha de Holguín. Ella era diferente, decía él. No como las otras. Se entregó a esa relación con una pasión infantil, como si nunca le hubieran herido antes. Pero terminó mal, como muchas cosas allá. Ella lo dejó por alguien con más recursos, más promesas. Manuel no lloró frente a nadie, pero una noche, con dos cervezas encima, me confesó que todavía soñaba con su olor. "Hermano," me dijo, "el amor en este país no siempre muere, a veces se cansa y se va." Esa frase nunca la olvidé.

Los mejores amigos no siempre comparten sangre, pero sí cicatrices invisibles que solo ellos saben dónde duelen.

Un día cualquiera, sin planearlo, llegó a nuestras vidas Kira. La encontramos en la calle, apenas un bultico tembloroso con más miedo que fuerza. No tenía madre ni dueño, solo el instinto de sobrevivir. Le dimos leche con una jeringa, la acurrucamos con colchas viejas y la dejamos dormir a los pies de la cama. Poco a poco fue agarrando fuerzas. Era amarilla como el sol de las tres de la tarde y tenía el hocico negro, como si hubiera metido la boca en un tarro de tinta.

Kira creció con una energía desbordante. Era juguetona, loca, incontrolable. Cada mañana se robaba el pan del desayuno directamente de la mesa, como si eso le perteneciera por derecho divino. Se metía entre las piernas cuando barríamos, y nos hacía reír con su torpeza encantadora. Una vez se llevó una chancleta y la enterró en la tierra, como si fuera un tesoro que debía proteger. No era una mascota, era parte del alma de la casa.

Hubo muchas tardes de juegos, de siestas abrazados, de consuelo silencioso. Cuando alguien lloraba, ella estaba. Cuando había alegría, ella saltaba. Pero un día, algo cambió. Se enfermó. Sarna china, dijeron, una plaga cruel. No había muchos recursos ni atención veterinaria cerca, y lo que teníamos no bastó. Hicimos todo lo que pudimos. Finalmente, en el patio de la casa, cavamos la tierra con las manos y allí la dejamos, no porque quisiéramos olvidarla, sino porque sabíamos que su verdadero lugar era otro: el corazón.

Los perros no mueren, solo se mudan al rincón más cálido de la memoria.

Y luego está ella. La madre de Maikol. Una mujer que no se quiebra, solo se dobla un poco cuando la vida aprieta. Trabajó en la iglesia del vecindario vendiendo productos, buscando alimentos, negociando, recibiendo ayudas, haciendo magia con lo poco que tenía. Siempre con la cabeza en alto y la palabra firme.

Buena madre, como pocas. De esas que lo dan todo sin pedir nada. Compartían muchas cosas: risas, discusiones, silencios, y también series eternas que veían juntos con café recalentado. Una vez, viendo una novela turca, se le cayó una cáscara de plátano en el control remoto y se armó una pelea de risas tan absurda que todavía la cuento. O cuando se confundía los nombres de los personajes y decía: “¿Ese no era el esposo de la otra que mataron en la primera temporada?” Y nadie entendía nada, pero todo el mundo se reía.

Charlaban largas horas, sobre la vida, el pasado, la esperanza. Ella no era perfecta, pero sabía amar con una ternura que pocos conocen.

Las madres son ese pedazo de casa que uno se lleva a donde sea que vaya.

Manuel, ese amigo

Manuel y Maikol no eran solo amigos, eran como esos hermanos que uno no escoge, pero que la vida te pone al lado para hacerte el viaje más llevadero… o más escandaloso. Veían anime juntos, discutían si Goku le ganaba a Naruto, se reían con cualquier tontería y peleaban a cada rato en broma. Se quitaban el pan, se escondían los zapatos, se robaban la toalla del baño. Eran jodedores por naturaleza.

En el barrio los conocían por sus ocurrencias. Una vez se disfrazaron con sábanas viejas e hicieron una parodia de "La Llorona" para asustar a los vecinos, pero terminaron cayéndose en una zanja por no ver bien con la tela en la cara. O aquella vez que vendieron helados caseros hechos con refresco y sal para “darle sabor diferente”, y lo peor es que ¡algunos se vendieron!

Pero todo cambió cuando les entró esa fiebre compartida de “querer ser millonarios”. Se metieron a trabajar en una empresa de calzado particular. Jornadas largas, pegamento, calor y risas entre medias. Empezaron a ganar su dinerito. Maikol, siempre con el corazón donde debía, ayudaba a su mamá con lo que podía. A la par, se pasaban las noches viendo videos de creadores de contenido en YouTube, soñando en grande, creyéndose capaces de todo. “Tú imagínate, bro, que nos hagamos virales”, decía Manuel. Y sí, se lo imaginaban.

Pero como en toda historia, los caminos a veces se bifurcan sin previo aviso.

A Manuel le llegó una oportunidad en un mercadito donde iba a ganar bastante más. Horarios rotos, días completos de trabajo. Ya no había tiempo para series, bromas, ni videos. La vida lo arrastró hacia otro ritmo, otra rutina. Y aunque la amistad no terminó mal, simplemente… se fue apagando. Como esas luces que parpadean una última vez y se quedan quietas, pero uno sabe que siguen conectadas.

A veces, en noches tranquilas, Maikol se echaba en la placa de su casa, mirando el cielo sin ruido, sintiendo el aire tibio en la cara. Y en ese silencio aparecían los recuerdos: las carcajadas, los planes, las tonterías, y sobre todo, ese amigo. Porque uno no necesita ver a alguien todos los días para tenerlo en el corazón.

¿Manuel se hara millonario?

Una oportunidad no desperdiciada

¿Un viejo amor?



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En el texto hay: vida en cuba /crítica social

Editado: 02.08.2025

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