La otra cara del emprendedor cubano.

Capítulo 4 : La primera venta nunca se olvida

Hay momentos que parecen pequeños, pero con el tiempo uno los recuerda como gigantes. Así fue el primer día de Maikol vendiendo en la calle. Una mesa de plástico prestada, una sombrilla vieja, y una mezcla de nervios y esperanza que le temblaban en las manos.

Con Camila habían invertido lo justo: pulseras artesanales, adornos reciclados, jabones de olor, y hasta dos velas aromáticas que Camila hizo con tutoriales de YouTube. Todo bien colocado, con un mantel de flores desteñido que una vecina les había regalado.

El sol picaba, la gente pasaba sin mirar, y el tiempo parecía caminar al revés. Maikol se paraba derecho, saludaba a todos con una sonrisa, mientras Camila ofrecía los productos con su voz dulce, casi tímida.

—¿Y esto de qué es? —preguntó una señora, mirando una de las velas.

—De eucalipto, para relajar la mente —respondió Camila con una seguridad que ni ella sabía que tenía.

La señora miró, olió, preguntó el precio… y siguió de largo. Maikol la vio alejarse como si se llevara un pedazo de su fe.

Pero poco después, una adolescente se acercó y compró una pulsera. La primera venta. Solo 50 pesos, pero fue como ganar la lotería. Camila le apretó la mano a Maikol por debajo de la mesa y se miraron como si acabaran de conquistar el mundo.

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El día a día del vendedor

Después de ese día, vender se convirtió en rutina. No era fácil. Había días sin una sola venta, otros donde el sol quemaba tanto que hasta el plástico de la sombrilla parecía derretirse. Pero también hubo días buenos. Clientes que regresaban, personas que recomendaban. Maikol empezó a reconocer las caras, a aprender los gustos, a entender cuándo hablar y cuándo quedarse callado.

Aprendió a armar su mesa en menos de cinco minutos, a calcular el vuelto sin mirar, a sonreír incluso cuando las piernas le temblaban de cansancio.

Y por supuesto, empezaron las anécdotas.

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Cosas que solo le pasan a Maikol

Una vez un señor se le quedó mirando fijo a un adorno de reciclaje hecho con cucharas plásticas.

—¿Esto es arte moderno? —preguntó, serio.

—No, eso es una flor hecha por mi esposa con cucharas de yogurt —respondió Maikol, sin poder aguantarse la risa.

El señor también se rió y se llevó dos. Dijo que eran para "romper el hielo en la oficina".

Otro día, una señora le compró tres pulseras y, de pronto, sacó una Biblia y le dijo:

—Dios te va a bendecir. Pero primero vas a dejar de vender por un tiempo, porque vas a recibir una herencia.

Camila escuchó eso desde atrás y gritó:

—¡Amén! Pero que venga rápido que estamos pelados.

Todos los que estaban cerca se rieron, y la señora también.

Hubo niños que tiraban los jabones pensando que eran pelotas, un perro que se orinó en la pata de la mesa, una pareja que discutió frente al puesto porque él no quería comprar una vela “cara”. Maikol y Camila se divertían, incluso en los días malos. Porque sabían que estaban construyendo algo.

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Con el tiempo, Maikol ya no solo vendía productos. Vendía confianza, vendía energía, vendía el esfuerzo que había detrás de cada cosa. La gente volvía, preguntaba por "la pareja joven", por "la vela de eucalipto", por "el de las cucharas artísticas". Y eso valía más que cualquier billete.

Capítulo: Pablo, nuevas alianzas

El sol pegaba fuerte aquel día. El calor cubano no perdonaba ni a los más creyentes, pero Maikol seguía parado en su esquina con un par de adornos polvorientos y algún que otro objeto reciclado de los tiempos en que el suegro tenía esperanza en el sistema. Las ventas habían bajado tanto que ya ni los chistes de los vecinos lograban animar el ambiente. Fue entonces cuando apareció Pablo.

Pablo era un tipo grande, pero no solo por su físico. Su cuerpo redondo parecía moldeado por la vida misma, de tez india, con un rostro ancho lleno de nobleza y unos ojos que brillaban como si siempre estuvieran viendo a Dios. Porque Pablo era así: un temerario de la fe, un devoto incansable, pero sin fanatismo. Era de esos que primero te prestaban el pan y después te preguntaban si creías en el cielo.

Se acercó con paso lento y una sonrisa de esas que pesan más que una ayuda del Estado.

—Oye, flaco, ¿quieres hacer dinero de verdad? —dijo, sacando de una bolsa plástica una vieja pesa metálica, de esas de balanza de mercado—. Te presto esto, trabajamos juntos y repartimos.

A Maikol se le iluminó el rostro. La pesa era oro puro en medio de un país donde lo que más se valoraba no era el billete, sino la comida.

Gracias a Pablo, comenzaron a vender viandas: boniato, yuca, plátano macho, hasta mortadela por libra cuando podían conseguirla. Nada de adornos ni vasijas que nadie necesitaba. El pueblo tenía hambre, y vender comida era como vender agua en el desierto. Pablo los ayudó no solo con la pesa, sino también enseñándoles los precios, los trucos del pesaje, y cómo sacarle un real más sin parecer ladrón.

—Oye, esa libra tiene fe —bromeaba Pablo cuando le echaban un poco más a la pesa para redondear.

—¡No le pesa el alma porque está bendecida! —le respondía Maikol.

La esquina se volvió punto fijo de clientes, risas y cuentos. Algunos días parecían sacados de una película de comedia. Un niño pidió medio kilo de yuca, y Pablo le dijo:

—¿Tú estás seguro que eso es para comer o para lanzarle al vecino?

El niño lo miró y soltó una carcajada:

—¡Es pa’ mi abuela, que cocina como si estuviera peleando!

Pero no todo era risa. Los inspectores del gobierno —esos policías del pueblo disfrazados de justicia— rondaban como cuervos oliendo dinero. Una vez, uno se acercó con libreta en mano y cara de tragedia.

—¿Dónde están los papeles de esta pesa?

Pablo ni se inmutó.

—¿Papeles? Esta pesa la bendijo mi pastor, y eso vale más que tu firma.

Maikol, sin pensarlo, agarró la mortadela y corrió. Pablo detrás de él, con la pesa al hombro. El inspector se quedó gritando amenazas mientras ellos se perdían por los pasillos del barrio.



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En el texto hay: vida en cuba /crítica social

Editado: 02.08.2025

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