Hubo una Cuba que olía a tierra mojada y a pan recién hecho. Una Cuba donde el verde de los campos no era una excepción, sino la norma. Donde el churre aún no había tomado las aceras ni las esquinas, y los basureros no se desbordaban de moscas y tristeza. Las calles se barrían, los árboles florecían, y hasta los postes de luz parecían más erguidos, como si tuvieran orgullo de iluminar un país que respiraba esperanza.
Las tiendas, aunque vendían en CUC, estaban llenas. Carne de cerdo, pollo, y hasta la de res —prohibida, sí—, pero igual se lograba, al menos una vez al mes, quizás por la izquierda, quizás por un vecino con buenas conexiones. Y cuando aquello llegaba a la mesa, la familia entera se sentía en fiesta.
Los niños iban a la escuela con uniformes impecables. Las maestras aún tenían paciencia y las aulas estaban surtidas: tizas, libros, lápices, hasta juegos didácticos. Los timbres sonaban fuertes y no daban miedo. Y lo más curioso: todos los grados tenían su maestro.
En cada barrio, el dominó era religión. Las cervezas Cristal o Bucanero enfriaban en cubetas con hielo que aún se podía comprar sin endeudarse. Los hombres discutían si “doblar” o “pasar” mientras las mujeres reían desde la cocina, haciendo café con una greca italiana que nunca fallaba. Y si algún niño lloraba, no faltaba la vecina que salía con un mango, un dulce o una palmada amorosa en la espalda.
La electricidad era constante. Los apagones no eran noticia. Se cocinaba con fogón eléctrico o gas licuado sin estar haciendo malabares con la resistencia y sin miedo a la policía energética. El salario alcanzaba: no para lujos, pero sí para vivir. Y cuando llegaba el viernes, el barrio se encendía con música, risas y olor a fritura. Había vida.
Las playas —oh, las playas—, azules y abiertas. Varadero, Guardalavaca, Cayo Coco. No necesitabas ser extranjero para poner los pies en la arena. Solo necesitabas tener ganas. Las familias cubanas llevaban sábanas, termos con jugo, radios de batería y sandwiches de jamón y queso. Los niños hacían castillos. Los hombres jugaban dominó en la sombra de una sombrilla improvisada, y las mujeres se sentaban a hablar de la vida, de los precios, del amor.
Y cuando no era playa, era campismo. Cabañitas de madera, colchones duros pero dignos, lagos, cañas, fogatas. Se dormía en litera, se comía frijoles con arroz, y por la noche se armaban bailes bajo las estrellas. ¡Hasta concursos de trova! La gente cantaba y reía como si el mundo no pesara. Nadie miraba el reloj.
Los hoteles tampoco eran un lujo reservado a alemanes o canadienses. Un cubano, con esfuerzo, podía meterse una noche en el Habana Libre o el Tropicoco, tomarse su piña colada, vestirse bonito y sentirse parte del mundo.
Hasta las prostitutas parecían más felices. No estaban obligadas por la miseria, sino que ejercían por deseo o conveniencia. Algunas eran personajes del barrio. Una, llamada la Tula, era famosa por echarle flores a los clientes después de cada cita. Dicen que una vez confundió a un cura con un turista alemán y le gritó:
—¡Mi amor, tú pareces un santo, pero yo soy un milagro!
Y la carcajada se escuchó en media Habana.
Las pizzas… ¡Ay, las pizzas! Aquellas de 5 pesos que sabían a gloria. Masa fina, tomate natural, queso derretido y ese toque callejero que te obligaba a soplarla para no quemarte el cielo de la boca. Las ponían en platos de cartón que se doblaban, y uno caminaba comiéndosela con cuidado, como si fuera un tesoro.
Había más negocios. Carnicerías, panaderías, agro con productos frescos. La gente se saludaba con un “buenos días” sincero. No hacía falta mirar para abajo por miedo o tristeza. El cubano tenía el cuello erguido, las palabras alegres, y los sueños cerca.
Y sí, se podía comprar dólares. En Cadeca, sin miedo ni secreto. El dólar no era pecado. El que tenía familia afuera podía cambiar, ahorrar, mandar a reparar el televisor o comprarse un pantalón de marca sin esconderse como un delincuente.
Las familias se reunían más. Los domingos eran sagrados. Se cocinaba arroz congrí, yuca con mojo, plátano frito y carne de cerdo. Los primos jugaban, los abuelos daban bendiciones, y los tíos bebían ron con hielo mientras contaban historias que cada año se hacían más exageradas. Una vez, el tío Pancho dijo que pescó un pargo tan grande que tuvo que pedirle ayuda a dos pescadores rusos para sacarlo del agua. Y aunque todos sabíamos que era mentira, le aplaudimos igual.
Porque en aquella Cuba, aún se podía soñar.
Los juegos de los niños cubanos
En aquella Cuba de mi infancia, la diversión no venía de teléfonos ni de pantallas. Venía de la calle, del patio, de un palo, una piedra, una chancleta, y la risa de los amigos. Con poco hacíamos mucho. Y lo más increíble: no necesitábamos dinero para ser felices.
Los niños cubanos jugábamos a todo, desde que salía el sol hasta que nos llamaban a gritos para entrar.
La quimbumbia era uno de los clásicos. Bastaban dos palos: uno largo y otro cortico. El corto se lanzaba y, con el largo, había que darle para que saliera volando. Había quien lo dominaba tanto que lo hacía girar como hélice. El que lo lanzaba más lejos, ganaba. A veces hasta se organizaban torneos entre barrios.
La chivichana era otro invento genial. Con un par de rodamientos viejos, una tabla y un poco de clavos, fabricábamos carritos para deslizarnos por las lomas. Nada más emocionante que lanzarse por una bajada gritando: “¡quítateeeeee!” mientras las ruedas chirriaban y los vecinos se apartaban.
El escondido era una prueba de paciencia y adrenalina. Uno contaba hasta cien (aunque a veces se hacía trampa con un rapidísimo “1,2,3,4,5...”) y los demás se iban volando a buscar el mejor hueco, el rincón más oscuro, el arbusto más espeso. A veces uno se escondía tan bien que había que suspender el juego para salir a buscarlo de verdad.
El taco o cuatro esquinas era el béisbol callejero. No había guantes, ni pelotas oficiales, ni bates de verdad. Se jugaba con una tapa de pomo, una escoba partida, y cuatro piedras haciendo de bases. Y no faltaba el clásico personaje que decía que había bateado “jonrón” aunque la tapa apenas había caído al lado del perro del vecino.