El sonido hueco de un cubo golpeando contra el lavamanos marcó el inicio de otro día sin agua en la casa de Maikol. Eran las seis de la mañana y ya el calor empezaba a colarse por los cristales sucios de la ventana. Su esposa, aún en camisón, salió al patio arrastrando las chancletas, con la esperanza terca de que el acueducto hubiera mandado algo en la madrugada. Nada. El grifo seguía seco. Otra vez.
—Esto es un castigo —murmuró ella, echando hacia atrás el moño improvisado—. No hay agua, no hay luz, no hay paz.
Maikol se incorporó lentamente en la cama, frotándose los ojos y con esa mueca de quien ya no se sorprende de nada. Desde que los suegros se fueron a Brasil, la casa les había quedado solo para ellos dos, pero en vez de alivio, eso implicaba el doble de responsabilidades. Ahora eran ellos quienes tenían que cargar con la limpieza, las reparaciones, el negocio… y lo más complicado: los vecinos.
Porque en Cuba, un vecino no es simplemente alguien que vive cerca. No. En Cuba, el vecino puede ser tu familia adoptiva, tu delator, tu competencia, tu espía o tu salvación. Todo depende del día, del humor, y de si hay corriente.
Rubén, alias “Radio Bemba”
El primero en la lista de personajes que decoraban el vecindario era Rubén, el del lado izquierdo. Un señor flaco, seco como un gajo de yuca, siempre descalzo, con un cigarro colgando de los labios y el oído afinado como un micrófono de ambiente. Tenía la extraña habilidad de saber exactamente qué comprabas, a qué hora salías, con quién hablaste y cuántas veces tu esposa se había quejado en el día. Era como un periódico ambulante, pero sin ética.
—Maikol, ¿esa bolsa qué traías ayer era de boniato o yuca? —le soltó una mañana desde su balcón, sin ni siquiera dar los buenos días.
—Era hielo, Rubén.
—¡Ahh, hielo! ¿Y dónde lo conseguiste? Porque aquí no se ve ni una escarcha...
—Magia —le respondió Maikol con una sonrisa forzada.
Rubén no era mala persona, pero tampoco dejaba vivir. Si Maikol vendía algo, él lo sabía. Si entraba un cliente, Rubén ya había contado los pasos. Y si por casualidad aparecía alguna mercancía “especial”, como aceite o picadillo, al otro día todo el barrio ya lo comentaba como si fuera noticia de última hora.
—Dicen que Maikol tiene una palanca buena —decía Rubén a todo el que lo escuchara—. Él siempre consigue algo... eso no es normal.
Y esa última frase: “eso no es normal”, era el equivalente a una alarma silenciosa que podía atraer la atención de envidiosos, inspectores o vecinos “patrióticos” que se creían guardianes de la moral revolucionaria.
Eddy: El enemigo disfrazado de socio
Pero si Rubén era el noticiero, Eddy, el vecino del fondo, era el villano de la telenovela. Un hombre de sonrisa fingida, barriga prominente, y discurso “buena gente”, que escondía debajo de la cama su verdadera vocación: copiarle el negocio a todo el que prosperara en el barrio.
Todo comenzó cuando Maikol y su esposa, con la ayuda de un amigo, comenzaron a vender viandas por libras. Poco a poco fueron sumando mortadela, boniato, y hasta café colado para los clientes madrugadores. El portal de su casa empezó a parecer un pequeño punto de abastecimiento. Nada grande, pero digno. Legal, hasta donde se puede en Cuba.
Una tarde, Eddy se apareció, casual.
—Oye Maikol, ¿y ese picadillo está bueno? ¿No le meten cartón?
—No, es bueno, me lo traen de Las Lajas.
—Ah, qué bien. ¿Y el ají ese? Se ve fresco...
—También lo traen.
Eddy se fue sonriendo, como quien no quiere nada. A los tres días ya estaba vendiendo picadillo y ají también. Luego sacó una pesa idéntica a la que Maikol usaba. Luego empezó a poner precios más bajos. Y para rematar, se paraba en su portal gritando frases al aire como si fueran indirectas de reguetón:
—¡Aquí se vende sin trampa! ¡Aquí se pesa limpio, no como en otras casas!
Maikol tragaba seco, respiraba profundo y seguía en lo suyo. No era hombre de pleitos, pero tampoco bobo. Sabía que en Cuba, discutir fuerte podía significar que te llamaran conflictivo. Y ser conflictivo significaba visitas no deseadas.
—Mi amor, olvídate de él —le decía su esposa—. Nosotros somos luz, y la luz siempre molesta a los ciegos.
Pero no siempre era fácil ignorar. Eddy tenía clientes, sí, pero su estilo chismoso y envidioso lo convertía en una presencia constante y desagradable. Siempre aparecía en las colas ajenas, observando, criticando, preguntando “¿a cómo es que lo estás dando tú?” y hablando bajito con las vecinas de mala lengua.
Maritza, la aliada inesperada
No todo eran enemigos. En la acera de enfrente vivía Maritza, una señora viuda de unos cincuenta y pico de años, con un moño rubio descolorido y sandalias de plástico que hacían ruido cada vez que caminaba. Ella no hablaba mucho, pero lo veía todo. Y lo mejor: sabía cuándo hablar y cuándo callar.
Una tarde, tocó la puerta con una bandejita de croquetas.
—Para que prueben, las hice hoy. Y aprovecho para avisarte… hoy pasaron dos inspectores preguntando por “el que pesa en la esquina”. Ten cuidado, Maikol. El gordo ese te quiere poner el dedo.
—Gracias, Maritza. De verdad. No sé cómo agradecerte.
—Tú sigue haciendo las cosas bien. Lo demás, déjalo al karma.
Ese día, Maikol desmontó la pesa, guardó las viandas y puso a fregar como si la vida le fuera en ello. Dos horas más tarde, un hombre con camisa de cuadros y un carnet colgando del bolsillo pasó lento por el frente, como quien no quiere espiar pero espía. Gracias a Maritza, se evitó una multa, o peor.
Desde entonces, ella se volvió parte silenciosa del equipo. De vez en cuando traía un poco de sal, un pedazo de jabón, o simplemente pasaba a avisar algo.
—Aquí hay que cuidarse entre los que no tenemos padrino, mijito. Porque los demás se cuidan entre ellos… pero de otra forma.
La oscuridad saca lo que la luz esconde