Hay lugares que no salen en los mapas, pero todo el mundo sabe dónde están. Lugares que se nombran bajito, con respeto, con miedo… o con necesidad. En Holguín, eso era Calle 13, una calle polvorienta cerca de las Baleares, más conocida por el nombre de guerra que por el que tenía en los papeles. Allí no llegaba la ley, ni el control, ni la vergüenza. Llegaban las personas.
Maikol la conocía desde hacía tiempo, pero no fue hasta ese mes de escasez cuando decidió meterse bien adentro. Iba buscando jabón y detergente para revender en el barrio, porque en las tiendas no había ni rastro. Ni una pastilla de jabón Candado, ni un pomo de champú. Solo polvo, caras largas y la misma respuesta: "no hay".
Su esposa le había dicho que no fuera solo. Pero Maikol no era de los que se echaban pa’tras cuando había que buscar el pan. Y mucho menos cuando la necesidad apretaba como soga al cuello. Se montó en una bicicleta prestada, metió dos bolsas plásticas en el morral y se fue derecho para allá. Con cuidado, sin mirar mucho a nadie.
Calle 13 olía a fritura, sudor y miedo.
Un mar de gente venida de todas partes: de Moa, de Las Tunas, de Santiago. Gente que vendía desde una pastilla de dipirona hasta un pomo de ron casero. Y lo peor: muchos de ellos se veían más enfermos que los que buscaban las medicinas.
Los “químicos” —como les decían a los que vendían esa sustancia sintética que parecía droga pero que nadie sabía bien qué era— estaban apostados en las esquinas, camuflados como si fueran buzos, con mochilas escolares y miradas vacías. Ofrecían el producto con señas, con códigos, como si fuera chicle. Y detrás de ellos, una fila de zombis humanos, con los ojos caídos, esperando por una dosis.
Las prostitutas se paseaban por el centro de la calle como si estuvieran desfilando, muchas con ropas apretadas, olor a perfume barato y una tristeza que no se podía disimular. Algunas eran menores. Otras tenían la mirada tan endurecida que Maikol sintió un escalofrío al cruzarse con ellas.
Y entre todo eso, Maikol se abría paso como podía. Iba por su jabón, su detergente, su oportunidad.
En medio del bullicio, los gritos empezaron. Un hombre con un cuchillo en la mano corría como un loco detrás de una mujer de cabello teñido de rojo, que llevaba unos tacones desgastados. Ella gritaba con el alma desgarrada:
—¡No me toques! ¡Tú no eres nadie pa’ mí!
El tipo, con la cara desencajada, respondía:
—¡¡Tú eres mi mujer, coño!! ¡¡Y te andas revolcando aquí mientras yo me parto el lomo!!
La multitud se abrió, pero nadie se metía. En Calle 13 nadie se mete. Maikol se quedó congelado, con una pastilla de jabón en la mano, sin saber qué hacer. Por suerte, un gordo con una pesa en la cintura —quizá vendedor o simplemente loco valiente— se interpuso, empujó al tipo con el cuchillo y logró distraerlo el tiempo justo para que la mujer se perdiera entre la gente.
Maikol aprovechó y se fue por otro lado. El corazón le latía con fuerza. Le sudaban las manos. Pero ya había hecho contacto con una señora que vendía detergente por litros, y no podía irse con las manos vacías.
En una esquina, se topó con una conversación entre dos tipos que hablaban de un asesinato reciente. “Fue aquí mismo anoche”, dijo uno. “Lo mataron por una caja de cigarro. Ni siquiera era una caja entera.”
Maikol tragó en seco. Aquello era otra dimensión. A una cuadra de donde estaba, funcionaba el "negocio" más oscuro de todos: una casa vieja donde se cocinaba el Químico, esa porquería barata que arrastraba a los muchachos del barrio a la locura. Allí se vendía todo: droga, cuerpos, armas hechizas… hasta antibióticos vencidos.
Un tipo con muletas se le acercó:
—¿Buscas pastillas? Tengo Tramadol, diazepam, ibuprofeno y hasta vitamina C.
Maikol bajó la cabeza.
—Estoy buscando detergente.
—Detergente... eso es oro, mi hermano. Allá al fondo. Habla con la flaca del short amarillo.
Así fue. La flaca le vendió un pomo por 250 pesos, que parecía más agua que otra cosa, pero Maikol lo compró igual. Cuando no hay, no hay. Todo servía para vender.
Al salir, vio a un muchacho joven, no tendría más de 16 años, metiéndose algo por la nariz detrás de una columna. Tenía una camiseta rota de Goku y un tatuaje mal hecho en el cuello. Maikol pensó: "Ese pudo ser yo."
O peor, "ese puede ser el hijo de cualquiera".
Calle 13 no era solo un mercado. Era un espejo roto. Una cicatriz en la ciudad. Un grito de lo que se vivía en Cuba detrás de las cortinas. Era la expresión más cruda de la necesidad, de la desesperación, de la selva en la que se convirtió la vida cotidiana.
Cuando Maikol regresó a su casa, su esposa lo miró de pies a cabeza y le dijo:
—Gracias a Dios que llegaste entero.
Maikol sonrió, cansado, y sacó el pomo de detergente como si fuera un trofeo de guerra.
—Aquí está la limpieza —dijo—, aunque venga manchada de sangre.
Los precios :
(...texto anterior hasta que entra en precios...)
Mientras Maikol recolectaba jabón y detergente, la calle se convirtió en una vitrina improvisada de precios:
Un jabón Reebay de 150 g se vendía a 195 CUP por unidad cuando había en cajas de 96 unidades .
El detergente líquido, en Santiago o barrios cercanos, alcanzaba precios como 350 CUP por litro , e incluso 850 CUP por sabon líquido en otros anuncios .
Hubo ocasiones donde una botella de 5 kg de detergente líquido se cotizaba en 1 500 CUP .
También circulaban ofertas de detergente en polvo de 250 g por 200 CUP cada unidad, o 190 CUP si comprabas por cantidad .
Maikol, con las bolsas plásticas bamboleando en su espalda, observaba mientras miraba:
Gasas de polvo de jabón de 150 g rondando los 180‑200 CUP el pomo.
Botellas de detergente líquido de 1 litro por unos 350 CUP, aunque la consistencia parecía casi insípida.
Cuentos de precios aún más altos: “el otro día un tipo vendió una de 5 kg por 1 500 CUP”, le susurraban .