La otra cara del emprendedor cubano.

Capítulo 9: Pelusa y el veneno del dinero

A Maikol no le gustaban los tipos como Pelusa. Lo había visto algunas veces en Calle 13, con su andar de tigre enjaulado, sus ojos inquietos y esa risa que parecía más una amenaza que una expresión de alegría. Pelusa era de los que no preguntaban dos veces, de los que resolvían con un machete o con ácido. Decían que había estado preso tres veces, que en una ocasión se le derritió la mitad de un brazo manipulando químicos, y que desde entonces se dedicaba a vender "productos de limpieza", aunque todos sabían que eran precursores químicos para drogas caseras.

Pero Pelusa también era simpático. Tenía labia. Y sabía leer la necesidad en la cara de los demás como si fuera un experto en pobreza. Por eso no fue raro que un día se le acercara a Maikol con una propuesta que olía a billete fácil... y a problemas grandes.

—Oye, tú eres el chama que vende cables, ¿no? —le dijo Pelusa mientras encendía un cigarro con un encendedor dorado.

—A veces, ¿por qué?

—Porque tú tienes cara de alguien que quiere salir del fango. Y yo tengo una forma. ¿Tú sabes lo que es cloroformo, ácido muriático, alcohol isopropílico, acetona pura?

Maikol lo miró con cautela.

—¿Eso no son químicos?

—Exacto. Y se venden como pan caliente, compadre. La gente los usa pa’ de todo: limpieza, drogas, fabricación de perfumes, desinfección... hasta los hospitales se los compran por la izquierda. Y yo los tengo todos. Pero necesito alguien que me los mueva por los barrios. ¿Te interesa?

Maikol no respondió enseguida. Pensó en su esposa. Pensó en su suegra. Pensó en Kira. Pensó en los días en que no tenían para desayunar. Pero también pensó en los presos, en los que habían muerto por mezclar mal una sustancia, en los que estaban marcados para siempre por jugar con fuego.

—¿Y si la policía me agarra?

Pelusa soltó una carcajada.

—¡Pero si la policía me compra a mí, chama! Esto no es crimen, esto es necesidad. Aquí todos estamos en lo mismo. O vendes, o te comen.

Maikol tragó en seco. Sabía que decir que sí significaba un camino sin retorno. Sabía que una vez metido en ese mundo, salirse era más difícil que nadar contra corriente con una soga enredada en los pies.

—Lo voy a pensar —fue lo único que dijo.

Pelusa lo palmeó fuerte en la espalda.

—No pienses mucho, que las oportunidades no esperan. Mira esto.

Abrió su mochila y sacó una botella sin etiqueta. Era una sustancia azul turquesa, con un olor fuerte que picaba la nariz.

—Esto lo estoy vendiendo a 500 pesos el frasquito de 100 ml. Me cuesta 60. Haz la matemática.

Maikol lo hizo. Ganancia bruta: 440 por frasco. Si vendía veinte en una mañana, eran casi 9 mil pesos. Más de lo que ganaba en una semana vendiendo cables o viandas.

Pero algo en su estómago se revolvía. Había visto cómo una muchacha del barrio, flaquita y con el rostro pálido, se metía una mezcla casera y caía en la acera con los ojos en blanco. Había escuchado los gritos de una madre cuando su hijo se intoxicó con un "limpiador de aire acondicionado" que era puro veneno. Y había oído rumores de que Pelusa, si te traicionabas, no te daba segunda oportunidad.

Esa noche no durmió. Ni su esposa lo pudo consolar.

Al día siguiente, Maikol volvió a Calle 13 con una mochila... pero vacía. No aceptó el trato. No lo insultó ni lo denunció. Solo le dijo a Pelusa que no podía, que no era para él.

Pelusa se encogió de hombros. No insistió. Solo le dijo:

—Una lástima, flaco. Tenías pinta de guerrero. Pero bueno, sigue vendiendo cables... hasta que la corriente se vaya pa' siempre.

Maikol se alejó con el corazón en la garganta. Había dicho que no al dinero fácil. Y en Cuba, eso no era valentía. Era casi un suicidio económico.

Pero esa noche, al mirar a su esposa dormida, abrazada a Kira, sintió algo más fuerte que el miedo o la escasez. Sintió dignidad. Y eso, en un país donde todo estaba en venta, todavía tenía valor.

Una visita rara o hay algo

Aquel domingo por la tarde, Maikol se había prometido no salir de casa. Era su único día libre, su merecido descanso tras una semana de ventas bajo el sol, entre regateos, sudor y la eterna lucha por sobrevivir. Pero Pelusa apareció de repente, como una ráfaga incómoda, parado frente a la reja con su sonrisa torcida y los dientes amarillos.

—¡Oye, Maikol! Ponte algo y monta, que te voy a llevar a un lugar.

Maikol lo miró con recelo. Sabía que cuando Pelusa decía "un lugar", nunca era algo normal.

—¿Y a dónde es eso? —preguntó cruzándose de brazos.

—Una sorpresa... pero te va a gustar —dijo Pelusa guiñándole un ojo.

Maikol suspiró y se montó en la motorina. Era una belleza destartalada, pero llamativa: roja con negro, con bocinas que hacían temblar los cristales de cualquier cuadra. En el manubrio tenía pegado el símbolo del dólar en brillante color dorado, como un trofeo que se exhibe sin vergüenza. Mientras atravesaban las calles de Holguín, la gente se viraba a mirar el espectáculo rodante.

Después de unos veinte minutos por caminos secundarios, Pelusa se metió por un atajo que llevaba a una vieja casa abandonada en las afueras de la ciudad. Al llegar, Maikol notó el ambiente cargado. Hombres en chancletas y cadenas gruesas, mujeres con licras apretadas, olor a humo, a ron barato y a sudor. Y ladridos. Muchos ladridos.

Cuando entraron al patio, Maikol se quedó paralizado. En el centro, dos perros de razas imponentes —un pitbull americano y un presa canario— se enfrentaban en un círculo improvisado, entre gritos y apuestas. Los billetes de dólar pasaban de mano en mano como si fueran caramelos.

—¿Qué es esto, bro? ¿Estás loco? Esos perros son unas bestias —dijo Maikol retrocediendo.

Pelusa sonrió con orgullo oscuro.

—Aquí se gana, Maikol. Aquí está el billete. Tu perro está bueno, tiene garras, tiene calle. Puede competir.

—¿Hachiko? ¡Tú estás enfermo! El no es para eso.



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En el texto hay: vida en cuba /crítica social

Editado: 02.08.2025

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