La otra cara del emprendedor cubano.

Capítulo 10: El ascenso del revendedor y ...

Las cosas ya no eran como al principio. Maikol había dejado atrás los días en que salía con una jaba llena de bolsas de yogur o dos libras de pan de ajo. Ahora caminaba por las calles de Holguín con otro aire, con paso firme, con un teléfono que no paraba de sonar y una libreta en la mano con los pedidos del día. Ya no era solo vendedor: ahora era proveedor.

¿Y quién le dio ese empujón? Pelusa.

Sí, Pelusa. Aquel delincuente callejero, el mismo que al principio parecía una bomba de tiempo, ahora era su socio más estable. Fue él quien, una noche oscura sin corriente, mientras fumaban en el portal, le soltó la bomba:

—Chama, tengo un cargamento de huevo y pollo que no puedo mover yo solo. Es mucha cantidad. Te lo doy barato, tú lo revendes, y me pagas después. Pero serio, ¿eh? Sin relajo.

Maikol no lo pensó mucho. Sabía que en Cuba la oportunidad pasaba una sola vez. Si la dejabas ir, se la llevaba otro. Y ese otro no te la devolvía.

—Dale, Pelu —dijo, con la voz tranquila, pero el corazón acelerado—. Esta vez voy con todo.

Desde ese momento, Maikol comenzó a recibir cajas enteras de pollo americano, bandejas y bandejas de huevo, a precios tan bajos que casi no parecían reales. Pelusa, que tenía sus propios canales oscuros, lograba conseguir la mercancía directo desde los almacenes estatales desviados, o incluso de los contenedores que llegaban a puerto y se “perdían” antes de llegar a los mercados.

Maikol no preguntaba mucho. No le convenía. Pero tampoco era tonto: sabía que la mercancía venía caliente. Lo importante era moverla rápido, vender sin llamar demasiado la atención, y mantener a los clientes contentos.

Y eso lo hacía como nadie.

En apenas un mes, ya no solo vendía a las amas de casa del barrio o a los viejitos que iban con su jabita, sino que surtía a otros vendedores de toda la zona: La Quinta, Vista Alegre, Pueblo Nuevo, Alcides Pino, y hasta gente de Mayarí que venía solo por su mercancía.

Vendía por cajas, por docenas, por libras. A precios más bajos que cualquiera, pero con suficiente ganancia para ir creciendo. Pelusa le seguía mandando productos cada semana, y Maikol le pagaba puntual, sin falta.

Y aunque Pelusa no se lo pedía, Maikol le daba siempre entre 10 mil y 20 mil pesos extra, solo por agradecimiento. Lo veía como un hermano. Un socio de verdad. Si él no hubiera confiado, nada de esto habría sido posible.

—Pa que compres lo tuyo, loco. O te compres un pantalón decente, que siempre andas con ese roto —le decía en broma.

Pelusa se reía, con esa carcajada que parecía más un ladrido de perro callejero que otra cosa.

—Coño, Maikol… tú sí eres buena gente, asere. Tú sí no te has virado nunca. Te juro que si un día me pasa algo, tú eres el único que puede decir que fui leal.

Maikol no decía nada. Solo sonreía y le daba una palmada en el hombro.

En casa, la cosa también cambiaba. Camila y él habían logrado ahorrar 300 mil CUP y 500 dólares, guardados en una mochila escondida en el fondo del escaparate, justo detrás de los mantelitos de la abuela que nadie usaba.

Gracias a esos ahorros, la comida ya no era un problema. Se podía decir que comían mejor que el 90% del país. Tenían siempre carne en el congelador, pan fresco, aceite de verdad, leche para el desayuno, hasta jugo en polvo y refrescos de lata de vez en cuando. Los vecinos los miraban con una mezcla de envidia y respeto.

Camila, además de ayudarle con los pedidos, se había vuelto experta en mantener el perfil bajo. No presumía, no hablaba de más, no se vestía llamativo. Pero cuando cocinaba, el aroma delataba la abundancia.

Los días de arroz blanco con un huevo frito eran cosa del pasado. Ahora, cada noche parecía una cena de domingo: pollo empanizado, bistec de cerdo, frijoles cargados de carne, ensaladas frescas y hasta dulces comprados.

Maikol, por su parte, tenía su rutina tan organizada como la de un almacén profesional. Se levantaba temprano, revisaba los pedidos del día, llamaba a los vendedores, confirmaba entregas, y luego salía con su mochila cargada de paquetes. Usaba una bicicleta eléctrica que le prestó un amigo a cambio de dos libras semanales de pollo gratis.

Era rápido, discreto y cumplidor. Los vendedores lo adoraban.

—¡Maikol! ¿Me traes diez docenas de huevo pa' mañana?

—¡Oye, el pollo aquel estaba más limpio que el del MLC!

—¡Socio, tú no fallas nunca, por eso me quedo contigo!

Y él solo respondía con una sonrisa y un “tú sabes que conmigo no hay pierde”.

A pesar del estrés, del miedo constante a que lo vigilaran o que Pelusa desapareciera con toda la mercancía, Maikol se sentía fuerte. Confiado. Había aprendido a moverse. A leer a las personas. A saber cuándo apretar y cuándo esperar.

Y más importante aún: sabía que esto no podía durar para siempre. Por eso ahorraban cada centavo, cada fula que entraba iba directo a la reserva. Soñaban con irse, sí, pero no como escapistas. Querían irse con dignidad, con sus cosas, con su perrita Kira, con una historia que contar y algo para empezar fuera.

Una noche, acostado en la cama, con el zumbido de los mosquitos y el calor pegajoso de siempre, Camila le preguntó en voz baja:

—¿Tú crees que algún día podamos irnos… de verdad?

Maikol la miró, la abrazó por detrás, y le susurró al oído:

—Sí, mi amor. Pero no como pobres. Vamos a irnos con billete. Como campeones.

Y ella sonrió, cerrando los ojos. Porque en medio de un país que se deshacía poco a poco, ellos estaban construyendo algo. Aunque fuera en silencio. Aunque fuera a la sombra de la ilegalidad.

Porque en Cuba, ser honesto y vivir bien… todavía no eran compatibles.

El ascenso del revendedor : 2

Una tarde nublada, mientras organizaban una entrega de huevos al reparto Sanfield, Pelusa apareció con una propuesta extraña. Llevaba gafas oscuras, algo nada común en él, y tenía una sonrisa forzada.



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En el texto hay: vida en cuba /crítica social

Editado: 02.08.2025

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